domingo, 7 de abril de 2024

¿Todos somos Israel? / Pedro Costa Morata *

 


Ante la masacre continuada que lleva a cabo Israel en la Franja de Gaza, la crítica que dirigimos a sus dirigentes y su ejército, resulta poco más que estética, nada que ver con la algarabía con que nos lanzamos contra Rusia en la guerra de Ucrania, en la que se enfrenta a Occidente y la OTAN (es decir, a nosotros), y llena de justificaciones y eximentes. 

Como con sordina: queremos que quede claro nuestro disgusto, sí, incluso nuestro horror ante las muertes y las penalidades de dos millones de personas en Gaza, sí, pero sin ser acres ni insidiosos, porque la razón está con Israel frente a un pueblo que, de hecho y de derecho, carece de títulos para oponerse a ese Estado tan valiente y avanzado, obra de Dios en la Tierra Prometida: casi nada.

 No nos atrevemos, desde la sociedad visible (o sea, los políticos, la prensa, las instituciones) a ser demasiado duros con los criminales autores de esas atrocidades. Respondimos al desencadenamiento de esta última crisis en Gaza, tras el extraordinario ataque (sangriento, metódico, osado) de Hamás a Israel del 7 de octubre de 2013, con la consabida y tantas veces utilizada comprensión hacia Israel, es decir, reconociendo su “derecho a defenderse”, como si no supiéramos en qué consiste en realidad ese “derecho”, ni cómo lo utiliza el Estado israelí, que figura entre la media docena de primeras potencias militares del planeta, contra el pueblo palestino inerme, o los reducidos grupos armados que, sin embargo, la desafían desde Gaza o el sur del Líbano, recordando que nunca se rendirán. 

Y enviamos a nuestros presidentes, ministros y gerifaltes de Occidente a dar el más sentido pésame a quienes sabemos que devolverán el ciento por uno del daño (y la humillación) recibidos. Con declaraciones, convencidas y justicieras, de que Israel utiliza su “legítimo derecho a defenderse”, frente a la “monstruosidad” de Hamás, inadmisible en el mundo civilizado (que siempre está en guerra, por cierto, provocándola y alimentándola) y que tanto afecta a las cuidadas y bien educadas sensibilidades de nuestros dirigentes.

Luego, sin que hubieran pasado tantos días y la venganza del Tsahal ya se sintiera en la martirizada Gaza, tras ese descaro del “derecho a defenderse” tan generosamente concedido a unos invasores lunáticos pero mimados por el poder internacional, esas proclamas no han podido ser mantenidas, pero sí el apoyo político, militar y, más que ningún otro, el “derecho a existir” dando vía libre a la aniquilación de ese otro pueblo que tanto le estorba, el palestino de la Palestina usurpada.

 Abundan los reproches, de tradición y circunstancia, sin llegar a la condena, no vayan a incomodar a Israel. Se rehúye tocar el núcleo político del “problema israelí” y nos dejamos llevar por el espejismo y la adormidera del Pueblo Elegido, al que por designio divino también los cristianos pertenecemos con sobrados motivos, ya que mejoramos el judaísmo y su Mesías, cuya venida sigue indefinidamente retrasada (lo que nuestro cristianismo resolvió por la vía rápida, es decir, construyendo en unos decenios una mitología indigerible, impuesta también a sangre y fuego y llenando la Historia de horrores y masacres).

Porque nosotros, en efecto, también somos Pueblo Elegido, y aunque no figuremos en la Biblia, Yahvé es también nuestro Dios (¿Padre, abuelo, antecesor? Dejemos esto), como Jesús de Nazaré nos enseñó en su Nuevo Testamento en feliz y merecida continuidad con el Viejo, por obra y gracia de los mitos del cristianismo (del paulinismo, más bien, pero esta es otra historia), en un mundo en el que el sionismo manda y controla, y con el que hemos emparentado por lo del Éxodo, el Sinaí, las Bienaventuranzas y todo eso. 

Y los mitos del cristianismo son tan intocables como los del judaísmo; así que, la colusión de los cristianos con los crímenes de Israel, están inscritos en la Historia Sagrada, que sigue fluyendo en la historia civil (¡y en la militar!) y que no tiene comparación (ni rival). De ahí el silencio de las iglesias cristianas, abducidas por esa Biblia que reconforta y es además tabla de salvación; y en especial la Iglesia Católica que guarda un temeroso respeto hacia el sionismo aniquilador como parte de su bien consolidada alineación con el poder occidentalista (judeocristiano, claro, pero también capitalista, tiránico, desigual...).

Un cristianismo que hace mucho que no es anti judío, en abierta contradicción con sus orígenes (vuelta a Pablo de Tarso, pero dejémoslo ahí), y mucho menos anti sionista porque, como todas las derechas y ultraderechas occidentales es, por encima de todo, islamófobo.

De esa forma, nuestra sensibilidad, reprimida y pervertida por la fe acomodaticia, pero impuesta y genética, no responde como debiera: se trata de musulmanes, y nuestra historia (la de Occidente, o sea, la judeocristiana) es clara y debidamente islamófoba de toda la vida, y así debe continuar. 

Los judeocristianos tildamos a los de Hamás de terroristas (ya lo hicimos con todos los grupos del movimiento de liberación de Palestina, prácticamente, por reclamar lo que era suyo y atacar a los que los desahuciaban), pero nunca lo haremos de la OTAN, la CIA, el Mosad, o el ejército y el gabinete israelíes, entidades que son a fin de cuentas los guardianes de nuestro bienestar, como creemos firmemente y que da cuenta de nuestra degradación mental y, sobre todo, moral. 

Porque se nos ha inculcado que esas formaciones que siembran el terror, el asesinato y la opresión por todo el mundo son paladines de la libertad y la democracia, portadores de nuestros valores (occidentales, luego judeocristianos) y como son de los nuestros, pues no tenemos dificultad alguna en admitir y asimilar cualquiera de sus crímenes; y se evidencia el grado de cinismo a que hemos llegado (usted y yo). 

En consecuencia, se nos hace imposible mostrar la cercanía, como sería de justicia, con los movimientos anti Israel, estigmatizándolos como terroristas siguiendo siempre el guion y la conveniencia de Israel.

Y hasta los niños hambrientos, asustados, huérfanos y fugitivos quedan ajenos, muy distantes de nuestra sensibilidad y nuestra escala de valores (occidentales, o sea, judeocristianos). Porque, al fin y al cabo, son musulmanes y -como dicen los líderes israelíes, prodigio de humanidad y buenos sentimientos- liquidar a trece o catorce mil de esos niños en seis meses de guerra alivia el futuro de Israel, ya que “a los 16 años ya serían terroristas”. 

La depravación de los sentimientos que el occidentalismo y el judeocristianismo nos han inculcado impide que hagamos la menor traslación de los sufrimientos de esos niños hacia nuestros hijos y nietos, imaginándolos despedazados por las bombas o llorando errantes llamando a sus padres desaparecidos; nada de eso nos estremece ni indigna: no son los nuestros.

La concepción mental en la que nos movemos tranquila y sólidamente considera a Yahvé como Dios propio y, como una invención de herejes e impostores a esos musulmanes de Mahoma y su creación falsaria de Alá, en los que solo gente inferior y fanática puede creer, servir y honrar (nada que ver con nosotros, tan lejos de idolatrías y supersticiones). 

Ese cristianismo nuestro, sí, el residual de tantas herejías heroicas que salían al paso de dogmas y fantasías insoportables, verdaderos insultos a la inteligencia de meros humanos, pero que fueron laminadas por la Cruz aliada con la Espada… Y ahí seguimos, con el venerable Yahvé, conductor del Pueblo Elegido y Supremo Supervisor de nuestra Historia Sagrada, más conocida como Antiguo Testamento o, en definitiva, la Biblia. 

Nuestro occidentalismo, profunda y declaradamente judeocristiano, nos hace aborrecer todo lo demás, como Rusia o el islam, representantes de una ortodoxia herética empedernida o de una idolatría insoportable.

 Además, nuestra cultura es, por sobre cualquier otra cosa, selectiva por supremacista y dominante, y de ahí que los mitos sionistas -como el de la invencibilidad del Estado de Israel- los hagamos instintivamente nuestros, y los defendemos convencidos, ya que estamos en el mismo lado de la Historia y el Derecho (ambos manipulados a nuestro gusto, pero...). 

Y por ahí, desde luego, no se nos va a hacer sufrir, y maldeciremos una y mil veces a los que atentan contra nuestros ciudadanos y ciudades, porque son perversos per se, y no necesitamos indagar en las causas de sus acciones ni en la responsabilidad de España como intervencionista neo imperial, aunque subsidiaria, debeladora de árabes y musulmanes (bueno, ya lo hicimos en Marruecos y el Sáhara, pero de eso hace mucho tiempo y, por supuesto, también teníamos razón ya que el destino de España en África solo lo cuestionaba una izquierda ya desaparecida, por otanista).

 Más que ningún otro pueblo europeo, el español siempre ha entendido al islam y su cultura, y ha desconfiado del sionismo agresivo y expansionista; y todo esto, con la floración continua y arraigada de arabistas prestigiosos y de una elevada relación cultural (y hasta familiar) hispano-árabe. Pero todo eso -arabistas, arabófilos, instituciones de cooperación cultural- poco a poco ha sido arrasado, desapareciendo o dormitando, víctima del temor y la influencia israelíes.

 No olvidemos la fecha del reconocimiento diplomático de Israel contra la opinión pública mayoritaria, 1986, ni sus protagonistas, el PSOE “atrapado” en la Internacional Socialista, pro sionista, y su líder, Felipe González (No debe extrañar que González, locuaz cuando quiere “enderezar” el rumbo de España y zaherir a sus compañeros de partido, no haya abierto la boca para decir lo que piensa de las canalladas de Israel, que para él seguro que pertenecen al “derecho a defenderse”).

Cuando se reconoció a Israel se daba al traste con un mundo de verdadera interpenetración cultural española y árabe, cargada de entendimiento, afectos y espiritualidad. Y se daba paso a la nueva ubicación de España en la escena internacional, integrada en el imperialismo de la OTAN, atrapada por el cepo de la UE y del lado de las atrocidades de Israel, que en aquel “año del triplete” no permitía dudar de que nunca volvería a sus fronteras de 1967 y de que Cisjordania y Gaza irían cayendo, por vía de los hechos (militares, preferentemente) en las manos de uno de los Estados más agresivos de la Historia. 

Y se soltaban amarras con ese mundo en general (con sus aspectos histórico-cultural-espirituales, primando lo económico y lo tecnológico como trueque y espejismo), con franca intención de ruptura e incomprensión; y eso incluía el desenganche de la causa palestina, una de las más justas del mundo, pero que era incompatible con el entendimiento con un sionismo triunfante. 

Con el tiempo, llegaron los atentados yihadistas, en respuesta a nuestra triple alineación con esas estructuras claramente anti árabes y anti musulmanas (OTAN, UE, Israel), igualándonos con tantos otros países en el desasosiego y la histeria: un final macabro a aquel esplendor que tanto tuvo de realidad y de promesa.

Asumir con tan poca intranquilidad esta nuestra condición de cómplices e hipócritas nos sitúa como felones y miserables ante la tragedia de Gaza y la arrogancia de Israel. Es un drama y desde luego una injusticia, pero no vamos a ser castigados por tanta insania, sino que los terroristas, asesinos y racistas que arrasan Gaza y masacran a miles de sus habitantes desarmados, con su fuerza diabólica y el apoyo incondicional que le prestan tanto Occidente como el favor divino (digamos, del Yahvé eterno) seguirán exhibiendo impunidad.

No quedan muchas posibilidades de escape, pero algo hay que hacer: qué menos que elevar la protesta y el rechazo del crimen, señalando y acusando de infamia a políticos, entidades (sobre todo, las religiosas) y medios de comunicación. 

Aunque es verdad que lo primero por hacer es sacudirnos esa rémora bíblico-sionista, lo que no siendo fácil vista la asfixia a que nos somete la historia y la política con ese fondo religiosos persistente, hay no obstante que lograrlo, porque es necesario que los ciudadanos amantes de la paz y la justicia abominemos de este Israel cruel e implacable, que todo lo destruye arrastrando consigo los males del Apocalipsis (pavorosa referencia cristiana, por cierto, pero que viniendo del Nuevo Testamento se adapta perfectamente al ethos judaico-sionista).

 Y situemos a ese Estado, tan preparado y hasta dispuesto a llevar al mundo a la catástrofe nuclear por su belicismo genético y sus provocaciones insensatas, cómo y dónde merece: como un Estado paria que no respeta a la Humanidad ni al Derecho internacional desde que surgió por la violencia y la insidia, en la Palestina mártir. Porque no todos somos, ni debemos ser, Israel.

 

(*) Activista, politólogo, ingeniero y profesor universitario en España

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