lunes, 4 de agosto de 2014

El Algarrobico / Joaquín Rábago

Es una afrenta a la estética, un insulto al paisaje, un total despropósito. Es un edificio faraónico que para nada desentonaría en la Rumanía de Ceaucescu.
Y, sin embargo, esa mole de hormigón y cemento de 22 plantas y 411 habitaciones persevera en su ser, continúa en su sitio, ajena a una polémica que dura ya once años y que no tiene visos de acabar pronto.
En el colmo del recurso al oxímoron, esa figura retórica que busca conciliar lo inconciliable –como ´desarrollo sostenible´– , los responsables de semejante engendro hablan de convertirlo en «un referente medioambiental».
«Nuestra propuesta es seguir en la línea de conservación del parque», argumentan en referencia al parque natural de la bahía de Gata, tan salvajemente violado por esa construcción.
Más realistas, como Sancho Panza, el alcalde y los vecinos de la localidad donde se ubica, lo defienden porque proporcionará puestos de trabajo, argumento utilizado tantas veces en este país para justificar las peores tropelías.
Cuando uno repasa la historia de ese edificio, no puede menos de preguntarse cómo es posible que se autorizara su ubicación en medio del parque y en una playa virgen, como de hecho sucedió.
Fueron gobiernos socialistas quienes concedieron la oportuna licencia de obras y ahora sus sucesores no saben cómo corregir un desaguisado que no se cansan de denunciar las organizaciones ecologistas.
La construcción ha sido en los años de desarrollismo el cáncer de nuestra enclenque democracia. No hay día que no nos desayunemos con la noticia del descubrimiento de un nuevo caso de corrupción de políticos por parte de constructores o promotores.
Las recalificaciones de terrenos para convertir su suelo en urbanizable han engrasado partidos y engordado bolsillos de particulares.
Y El Algarrobico es el símbolo por excelencia de lo que nunca debió permitirse. Sólo por eso, merece ser derribado.
La visión continuada de esa horrorosa mole hiere nuestra sensibilidad ética y estética.