Para comprender cabalmente
el sentido del título del presente ensayo, es preciso remontarnos al año
1985, cuando el escritor y científico Isaac Asimov alertaba sobre un
fenómeno alarmante que ya se venía gestando en la sociedad,
particularmente en occidente: el culto a la ignorancia.
Esta denuncia de
Asimov, lejos de ser una mera observación anecdótica relatada por un
comentarista de noticias decadentes, se ha demostrado ser una crítica
bastante acertada de las tendencias que han ido permeando en nuestra
cultura, especialmente en la era de la información y la híper-conexión.
Es cierto, vivimos en un momento histórico donde la información nunca
ha estado tan accesible, pero también donde la desinformación y la
superficialidad del conocimiento se han propagado con una rapidez
alarmante.
El culto a la ignorancia, en su forma más nociva, no es
simplemente la carencia de ciertos conocimientos, sino una actitud
activa de desprecio hacia la experticia, la ciencia y el conocimiento
profundo.
Pues bien, una de las características más inquietantes del culto a la
estupidez es la tendencia a considerar que todas las opiniones tienen
un mismo valor, sin importar la formación, el estudio o la experiencia
detrás de ellas.
La paradoja radica justamente en esto: vivimos en un
mundo donde las redes sociales permiten que cualquier persona exprese su
opinión, generando así una apariencia de igualdad superficial de voces
que ha llevado a una visión distorsionada de la democracia.
La democracia, como sistema político, ahora es vista como un sinónimo
de “todas las opiniones tienen el mismo peso”, lo cual nos ha traído a
este pozo decadente desde un punto de vista moral, cultural y
científico.
Pues no, la democracia es otra cosa, más parecida a un
espacio donde se valora la deliberación informada, el diálogo basado en
hechos y la toma de decisiones fundamentadas y, particularmente, la
democracia moderna, depende de la participación activa de los
ciudadanos, pero esta participación no debería estar basada en la
ignorancia ni en el desconocimiento de los temas fundamentales.
Los científicos, los expertos, los estudiosos en general, desempeñan
un papel crucial en la construcción de una sociedad más justa y
racional, contrariamente a lo que creen los patéticos terraplanistas y
clientes de las constelaciones familiares del Siglo XXI.
El trabajo de
los especialistas no es sólo un asunto técnico, sino que tiene
implicaciones profundas que repercuten en nuestra calidad de vida y en
la toma de decisiones que nos afectan a todos por igual.
En este contexto, la ciencia es un producto del pensamiento crítico y
de la evidencia, motivo por el cual los científicos no son infalibles,
pero el proceso de investigación científica está diseñado para corregir
errores, cuestionar hipótesis y construir un conocimiento que se
aproxima cada vez más a la realidad, contrariamente a los aportes que
podría brindar un youtuber o una señora que se llama Marta, leyendo la
borra del café de la mañana.
En este sentido, los expertos sí tienen un
valor esencial que no debería ser ignorado: a lo largo de la historia,
los avances científicos han permitido que la humanidad alcance logros
impensables, desde el control de enfermedades hasta el descubrimiento de
muchas leyes fundamentales del universo.
Contrariamente al pensamiento oscurantista postmoderno, la ciencia no
es un conocimiento “elitista”, sino más bien una herramienta que nos
permite mejorar nuestra calidad de vida y superar innumerables desafíos:
desde la medicina hasta la tecnología, la ciencia está en el corazón de
muchos de los avances que han transformado nuestra sociedad.
Sin
embargo, en estos tiempos patéticos, somos testigos de un creciente
escepticismo hacia la ciencia, alimentado por una desinformación
adaptada al intelecto del consumidor promedio que se difunde con extrema
rapidez.
Este fenómeno no sólo pone en peligro la integridad de
nuestras instituciones, sino que también amenaza con nuestra capacidad
para abordar tanto problemas domésticos como globales, como la violencia
intrafamiliar o el cambio climático, las pandemias y las crisis
políticas.
Lo precedentemente enunciado no es otra cosa que el peligro que
implica la simplificación atroz del pensamiento y la innecesaria
importancia que se le está dando a la nefasta "opinión popular".
Es
cierto, vivimos en un mundo saturado de información que no sirve para
nada, más la tendencia a simplificar los problemas complejos y buscar
respuestas fáciles y rápidas son parte del paquete perezoso reinante del
ciudadano promedio.
Las plataformas de redes sociales dan lugar a lo
que podríamos llamar "opinión pública", en la cual las personas, sin la
formación adecuada, se sienten habilitadas para opinar sobre temas
complejos sin considerar las implicaciones de su falta de conocimiento.
Este fenómeno tan triste, se ve reflejado en el desprecio por los
expertos, la promoción de teorías conspirativas delirantes y el rechazo
de la evidencia científica en favor de creencias populares de muy dudosa
procedencia y credibilidad.
En definitiva, el culto a la ignorancia se
manifiesta también en la exaltación de la institución frente al
conocimiento riguroso en sí: la creencia de que la experiencia personal o
la "sabiduría común" son más valiosas que el conocimiento organizado y
acumulado con rigurosidad a lo largo de de los años de estudios
autorizados, es una falacia peligrosa.
Y sí, amigos míos, aunque sea
políticamente incorrecto, hay que decirlo, la ignorancia es atrevida, y
mucho más cuando es considerada una forma legítima de conocimiento,
junto con las opiniones que no deberían ser tenidas en cuenta sólo por
su volumen de seguidores o por el ruido que generan en los medios
masivos de distracción, mal llamados "de comunicación".
Ante semejante panorama, es necesario que nos preguntemos: ¿Qué
responsabilidad nos cabe como sociedad, ante la decadencia sin
precedentes del conocimiento? Pues bien, se supone que en una sociedad
democrática, el conocimiento debe ser respetado y protegido, y los
expertos deben tener el espacio necesario para comunicar sus hallazgos y
reflexiones sin temor a ser descalificados por opiniones infundadas de
ignotos adictos a la estupidez.
En este sentido, los ciudadanos tenemos
la responsabilidad- aunque no quieran asumirla- de educarnos y buscar
fuentes confiables de información, en lugar de sucumbir a la tentación
de confiar en "opiniones populares" que no están fundamentadas en el
conocimiento profundo de los temas.
En definitiva, el verdadero reto al que nos enfrentamos es el de
crear una sociedad que deje de aplaudir el oscurantismo anticientífico y
anti-racional y reconozca la importancia de los expertos en la toma de
decisiones.
Esto no significa que los ciudadanos deban rendirse ante el
autoritarismo científico, sino que deben estar dispuestos a aprender, a
cuestionar de manera crítica y a distinguir entre lo que está
fundamentado en evidencia y lo que es simplemente un delirio ridículo de
redes sociales.
No se trata, solamente, de una cuestión intelectual o
epistemológica, sino de un asunto extremadamente importante desde un
punto de vista político: una sociedad mediocre, inculta, orgullosa de
ser ignorante y pedante, no puede exigir tener funcionarios con un
desempeño ético e intelectual superior al que ella detenta.
Es injusto
que en cargos de toma de decisiones científicas e industriales se
encuentren pigmeos de extrema ignorancia y de muy baja capacidad
intelectual para realizar un verdadero aporte al progreso de la sociedad
(motivo por el cual les estamos pagando, en vano, con nuestros
impuestos).
En fin, queridos lectores, creo que tenemos que apuntar hacia una
sociedad informada y más crítica. El culto a la estupidez, al "se dice
que", a la ignorancia, es una amenaza real para el progreso y el
bienestar colectivo. La ciencia, la investigación rigurosa y la
experticia son esenciales para abordar los desafíos de este presente
decadente que ya tiene la forma de una "edad oscura".
Es crucial que,
como sociedad, aprendamos a reconocer el valor del conocimiento y a no
permitir que las opiniones ridículas sin fundamento eclipsen las voces
de quienes sí han dedicado sus vidas a estudiar y a comprender el mundo.
Solo a través del respeto al conocimiento exhaustivo, podemos avanzar
de manera responsable hacia un futuro menos idiota, más justo y
equitativo, en el cual los que más saben no tengan vergüenza de hablar
ni pudor para aportar soluciones a lo que más abunda, a saber, problemas
que requieren una urgente solución.
(*) Filósofo y profesor