Políticamente parece que hace tiempo que murió, pero personalmente la ex ministra Cristina Narbona está viva y coleando. Para su desgracia: se le deben estar abriendo las carnes al ver en qué está quedando la política medioambiental que intentó realizar e inició cuando estuvo al frente del departamento. En los recientes días hemos tenido pruebas de que lo que ella quiso hacer no tiene ningún parecido con la realidad actual. Pues en asuntos relativos a la conservación del planeta y, consecuentemente, de las especies que lo habitan, estamos en retroceso, o vamos de lado como los cangrejos.
Es así porque se prima por encima de todo la salvaguarda de los intereses privados frente a los colectivos. Ésa es la lectura que hago de la inoperancia frente a la contaminación del aire de las sucesivas administraciones locales que se han ido sucediendo en Madrid y Barcelona, sobre todo, en las últimas décadas. Actitud extensiva a otras capitales españolas, como estamos viendo.
Una inoperancia que nos ha llevado a los extremos actuales y que viene dada porque se prefiere respetar el derecho que cada ciudadano tiene a moverse en el vehículo de su antojo frente al derecho que debería imponer el bienestar colectivo de coartar aquél cuando su ejercicio redunda en claros y manifiestos perjuicios para el bien común.
En virtud de esa supremacía de lo privado, o del uso del bien privado, frente a lo público, se ha mirado durante lustros hacia otro lado y se ha evitado poner coto a la invasión, al uso y al abuso, del vehículo privado, alentándolo, de hecho, directamente con la realización de entornos urbanos en los que se prima el transporte individual frente al colectivo. Véanse, como ejemplo palmario, el entramado de centros comerciales que circunda profusamente cualquier ciudad española que pretenda presumir de eso: de urbanita.
En ese desprecio manifiesto de lo público y de los intereses colectivos y loor consiguiente de lo privado y la propiedad individual, le toca el turno ahora a las tan maltratadas costas españolas. Narbona, volviendo a ella, intentó que se aplicara una ley que no era suya, la de 1988, pero era y es un instrumento perfectamente válido para mejorar lo presente, que no es otra cosa que una destrucción y ocupación masiva del Dominio Público Marítimo-Terrestre (DPMT), de las que Greenpeace, primus inter pares, ha dejado prolija constancia con sus informes anuales que ya han superado la decena.
En defensa de los intereses privados y del falso derecho de ocupación particular de lo que es de todos, el Partido Popular junto con Convergència i Unió y Coalición Canaria lleva camino de dejar sin efecto un aspecto significativo de aquella ley: la liberación, uso y disfrute para todos de lo que es de todos y ha sido ocupado por unos pocos en muchos lugares costeros: el DPM, la franja costera más pegada al mar, las playas, los acantilados…
La propuesta de reforma de la ley de Costas auspiciada por PP y CiU ha superado su trámite en el Senado y pasa al Congreso. Se pretende, en la práctica, que se paralicen las expropiaciones y derribos legales de aquellas construcciones ilegales porque invaden el DPMT, según estableció la ley de 1988 y cuyos mecanismos de aplicación puso en marcha Narbona.
Serán dignos de notar cuáles serán el espíritu y la actuación del Grupo Parlamentario Socialista en el Congreso, habida cuenta de que fue este mismo Ejecutivo, con Elena Espinosa en Medio Ambiente, el que hizo la trampa a la ley con una reforma introducida en febrero de 2009 que dificultaba la reversión iniciada en la época de Narbona de las invasiones privadas del DPM.
Por cierto, y como coda final, me permito recordar que una de las violaciones más flagrantes, aunque quizá no la más grave, del DMPT es el tristemente famoso hotel de 18 plantas en la playa de El Algarrobico, junto al parque natural de Gata, cuya eliminación fue prometida por Rosa Aguilar nada más acceder al cargo, hace unos meses. ¿Será capaz la nueva ministra de escribir el epitafio político de Cristina Narbona o derribará el hotel de una vez por todas?
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