Es una afrenta a la estética, un insulto
al paisaje, un total despropósito. Es un edificio faraónico que para
nada desentonaría en la Rumanía de Ceaucescu.
Y, sin embargo, esa
mole de hormigón y cemento de 22 plantas y 411 habitaciones persevera
en su ser, continúa en su sitio, ajena a una polémica que dura ya once
años y que no tiene visos de acabar pronto.
En el colmo del
recurso al oxímoron, esa figura retórica que busca conciliar lo
inconciliable –como ´desarrollo sostenible´– , los responsables de
semejante engendro hablan de convertirlo en «un referente
medioambiental».
«Nuestra propuesta es seguir en la línea de
conservación del parque», argumentan en referencia al parque natural de
la bahía de Gata, tan salvajemente violado por esa construcción.
Más
realistas, como Sancho Panza, el alcalde y los vecinos de la localidad
donde se ubica, lo defienden porque proporcionará puestos de trabajo,
argumento utilizado tantas veces en este país para justificar las peores
tropelías.
Cuando uno repasa la historia de ese edificio, no
puede menos de preguntarse cómo es posible que se autorizara su
ubicación en medio del parque y en una playa virgen, como de hecho
sucedió.
Fueron gobiernos socialistas quienes concedieron la
oportuna licencia de obras y ahora sus sucesores no saben cómo corregir
un desaguisado que no se cansan de denunciar las organizaciones
ecologistas.
La construcción ha sido en los años de desarrollismo
el cáncer de nuestra enclenque democracia. No hay día que no nos
desayunemos con la noticia del descubrimiento de un nuevo caso de
corrupción de políticos por parte de constructores o promotores.
Las
recalificaciones de terrenos para convertir su suelo en urbanizable han
engrasado partidos y engordado bolsillos de particulares.
Y El Algarrobico es el símbolo por excelencia de lo que nunca debió permitirse. Sólo por eso, merece ser derribado.
La visión continuada de esa horrorosa mole hiere nuestra sensibilidad ética y estética.
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