Decía Peter Kreeft que una sociedad buena es
aquella en la que es fácil ser bueno. En este sentido, ¿es buena nuestra
sociedad? Y ¿de qué depende su bondad? El concepto esencial para
responder a esta pregunta es el bien común, un concepto tan relevante
que explica en gran medida el destino de las sociedades, el bienestar y
felicidad (siempre relativa) de sus ciudadanos y su desarrollo material,
intelectual, emocional y espiritual. Por lo tanto, el bien común tiene
una importancia trascendental, a pesar de lo cual es raro que se
mencione y aún más raro que se comprenda.
Definamos el bien común
Utilizando
la vía negativa, conviene aclarar en primer lugar lo que el bien común
no es. El bien común no es la suma de los bienes de los miembros de una
sociedad, ni se refiere a los bienes de titularidad pública, a la
existencia de servicios públicos o a algún tipo de colectivismo o
redistribución de la riqueza.
Esto no quiere decir que el bien común no
trate estas cuestiones materiales y económicas, sino que alcanza un
significado humano mucho más amplio y profundo. El bien común tampoco es
un juego de suma cero ni se opone al bien privado; no es excluible,
sino que beneficia a todos.
¿Qué es entonces? Su definición más
precisa es la siguiente: El bien común es el conjunto de condiciones
sociales que permiten a los ciudadanos el desarrollo expedito y pleno de
su propia perfección[1].
En otras palabras, el bien común hace referencia a la creación y
mantenimiento de un marco institucional, político, social, jurídico y
económico y, ante todo, de un êthos o moral compartida que
facilite la consecución de una plenitud de vida, de una realización
trascendente y holística de cada individuo y, en consecuencia, del logro
parcial de la felicidad que todos anhelamos[2].
El
bien común crea un marco de actuación y un caldo de cultivo, pero no
ofrece un resultado predeterminado. Se trata de una condición necesaria,
pero no suficiente. Hace posible que las personas puedan florecer, pero
no lo garantiza, pues todo dependerá siempre del más elevado atributo
del ser humano: su libertad.
Como dijo el Sabio hace 2.200 años: «Al
principio Dios creó al hombre y lo dejó en poder de su libre albedrío.
Él ha puesto delante fuego y agua: extiende tu mano a lo que quieras.
Ante los hombres está la vida y la muerte, y a cada uno se le dará lo
que prefiera»[3].
En otras palabras, el bien común es la tierra buena que permite
germinar al hombre, pero, en última instancia, éste, como sujeto
autónomo de decisión moral, «dueño de su destino y capitán de su alma»[4], será siempre el responsable último de dar fruto. En el ser humano, libertad, responsabilidad y dignidad son inseparables.
De
todo ello se desprende que el concepto de bien común se aleja de
cualquier idea de igualitarismo, pues el desarrollo pleno de cada
individuo es siempre relativo y su fruto dependerá de sus capacidades
intelectuales, morales y emocionales, que varían de individuo en
individuo y dan resultados diferentes que son justos precisamente por
ser diferentes.
La defensa de la vida y de la familia
El
primer elemento del bien común es el respeto a los derechos y
libertades fundamentales del individuo, comenzando por el derecho a la
vida desde la concepción a la muerte natural. El bien común exige, por
tanto, una cultura que ensalce y defienda la vida a toda costa, una
sociedad en la que prevalezca el respeto absoluto a la vida como un don
que no depende de la voluntad y del deseo de nadie.
En este sentido, la
triste y gris Cultura de la Muerte que ha impregnado nuestras
sociedades, que no sólo normaliza el horror del aborto y la eutanasia,
sino que los identifica con el progreso, no indica civilización sino
barbarie, y retrata una sociedad enferma y, en cierto sentido, grotesca,
pues nada hay más ridículo que creerse lo contrario de lo que uno es.
El
bien común exige la defensa de la familia como pilar básico de la
sociedad de modo que el niño tenga la posibilidad de crecer en un
ambiente familiar estable con su padre (cromosoma XY) y su madre
(cromosoma XX). Es, por tanto, contrario al bien común fomentar el
divorcio como hace en España la ley del divorcio exprés (PSOE-PP), que
eliminó prácticas dilatorias que proporcionaban al matrimonio tiempo
para discernir la decisión que estaba a punto de tomar.
Una política
favorable al bien común sería la opuesta: ayudar a los matrimonios a
evitar, en la medida de lo humanamente posible, un paso que no tiene
vuelta atrás. También es contrario al bien común (y a la verdad) el
silenciamiento cultural ―por ejemplo, cinematográfico― del sufrimiento
que supone para la mayor parte de sus protagonistas, en especial para
los hijos.
La defensa de la libertad
Otro
componente imprescindible del bien común es el respeto a la libertad
individual. La libertad es el oxígeno del alma, sin el cual ésta se
marchita. En este sentido, resulta inquietante la paulatina represión de
libertades personales que hemos sufrido en las últimas décadas en esta
Europa secuestrada por una UE crecientemente oscura.
El caso de
España desde 1975 es especialmente paradójico. Nadie imaginó que el
precio de obtener una muy restringida libertad política, basada en poco
más que un ritual de voto bastante inútil realizado un día cada cuatro
años, era perder enormes grados de libertad personal, robada por la
opresión burocrática y el magno latrocinio impositivo de ese Estado semi
totalitario llamado Estado de Bienestar.
Así, el español medio paga hoy
el doble de impuestos que pagaba en 1974 y encima soporta un número de
prohibiciones y a una exigencia cotidiana de permisos administrativos
muy superior al de hace medio siglo. Hemos pasado de una dictadura a
otra, mucho más hipócrita.
¿Y qué decir de la libertad de
pensamiento y de expresión, perseguidas en plena «democracia» por la
tiranía de la corrección política y la censura más impudorosa? ¿Y qué
decir de la libertad religiosa, especialmente del cristianismo,
perseguido e injuriado por bufones que jamás se atreverían a hacer lo
mismo con otras religiones?
El progreso económico como bien común
El
bien común también exige un sistema económico que fomente la creación
de riqueza. Afortunadamente, no hay que inventarlo, por ser bien
conocido: la economía de mercado, enmarcada en un entorno de seguridad
jurídica, con un Estado pequeño y, sobre todo, desde el respeto a la
propiedad privada, condición sine qua non para el progreso económico y «principio fundamental que ha de considerarse inviolable»[5].
El
estatismo, la inseguridad jurídica y los impuestos son enemigos de la
propiedad privada. Así, resulta axiomático que una sociedad sin
seguridad jurídica y con impuestos altos típicos de nuestros
Estados-vampiro, o en la que los okupas gozan de mayores derechos que
los legítimos dueños de las viviendas, será más pobre, inestable e
injusta que una sociedad con seguridad jurídica, impuestos bajos y clara
protección del derecho a la propiedad.
Dicho eso, un sistema
adecuado es una condición necesaria pero no suficiente para el progreso
económico, que siempre dependerá en última instancia de la actuación del
individuo. Ningún sistema o estructura social puede resolver el
problema de la pobreza como por arte de magia sin una «constelación de
virtudes: laboriosidad, competencia, orden, honestidad, iniciativa,
frugalidad, ahorro, espíritu de servicio; cumplimiento de la palabra
empeñada, audacia; en suma, amor al trabajo bien hecho»[6].
Del
mismo modo, una sociedad en la que las normas se multiplican como
células cancerosas y pueden ser interpretadas arbitrariamente, una
sociedad en la que se aprueban constantemente leyes inicuas y siempre
cambiantes, fruto del capricho de una mayoría que sólo busca perpetuarse
en el poder, es contraria al bien común.
En el mismo sentido, una
sociedad en la que los máximos órganos jurisdiccionales están
politizados y caen en la más abyecta prevaricación no puede ser una
sociedad buena, al contrario que una sociedad regida por leyes justas
basadas en principios inmutables, en normas consuetudinarias, en la Ley
Natural y en el sentido común, y con una Justicia independiente.
El
bien común exige que aquellos que se vean imposibilitados para salir
adelante por sus propios medios sean cuidados por la comunidad y no
abandonados a su suerte, pues una sociedad que no protege a sus miembros
más débiles no puede denominarse buena.
Sin embargo, cuidar de esa
pequeña minoría que no puede cuidarse a sí misma nada tiene que ver con
la trampa del Estado de Bienestar[7],
cuyo férreo manto «protector» (una prisión encubierta) cubre
innecesariamente a toda la población con el único objetivo de
controlarla, es decir, como coartada para lograr un Estado de
Servidumbre.
Como pudimos comprobar con la DANA de Valencia, la
comunidad puede voluntaria y espontáneamente cuidar de sus miembros con
mucha mayor agilidad y eficacia que un Estado anquilosado controlado por
intereses mezquinos.
Pero lo más perverso del Estado de Bienestar
es que hace creer al común de los ciudadanos que nunca podrá valerse
por sí mismo, sino que siempre necesitará al Estado, una creencia falsa y
denigratoria que se opone frontalmente tanto al bien común como al
principio de subsidiariedad que debe regir toda sociedad[8].
El respeto a la verdad y a la palabra dada
Como
nos recuerda Thomas Woods, «todos los países que han sido
económicamente exitosos poseían derechos de propiedad robustos y una
clara exigencia de cumplimiento de los derechos contractuales»[9].
Diciendo lo mismo con otras palabras, Richard Maybury basa el éxito de
una sociedad en dos principios: no violes los derechos y propiedades de
los demás y cumple lo que has acordado.
El bien común, por tanto,
también exige cumplir las promesas, los contratos y, en definitiva, la
palabra dada, partiendo de las promesas personales. Una sociedad que
respeta un apretón de manos y no requiere la firma de un complejo
contrato para cada pequeña acción es una sociedad buena y eficiente,
pues sin un mínimo de confianza toda sociedad se convierte en
inoperativa: a veces el comprador paga por adelantado y otras el
proveedor entrega su producto sin haber cobrado, y en ambos casos
subyace una confianza en que la otra parte cumplirá lo debido, la misma
que tiene el prestamista en el prestatario.
En la política también
resulta clave poder confiar en las promesas electorales a cambio de las
cuales el ciudadano entrega su voto, esto es, su soberanía política.
Resulta obvio que en nuestras pervertidas democracias esto es una
quimera, lo que debilita enormemente el bien común.
Asimismo, el
bien común exigiría que los medios de comunicación tuvieran cierto apego
a la verdad, pero desgraciadamente éstos están hoy entregados a la
propaganda, a la defensa de intereses espurios y a la mentira.
Respetar
la palabra dada es respetar la verdad, pero ¿qué lugar reservamos para
la verdad en nuestra sociedad de hoy? La pregunta no es si se miente más
o menos que antes, sino si la mentira está socialmente estigmatizada o
normalizada. Éste no es un tema baladí, pues de la institucionalización
de la mentira surge un cinismo crónico que es como un veneno de efecto
lento que va pudriendo la sociedad por dentro.
La exigencia de la paz
En
último término, el bien común exige que haya paz, entendida no sólo
como ausencia de enfrentamiento bélico, sino en sentido amplio. La paz
exige que el debate político esté acotado en fondo y forma dentro de un
marco de convivencia y de unas reglas respetadas por todos. En este
sentido, el bien común exige la existencia de un diálogo tolerante y
respetuoso desde el respeto a la verdad, pues la verdad siempre tiene
prioridad sobre el consenso.
En este aspecto es posible que nos
encontremos ante un problema sistémico. En efecto, la democracia deriva
por su propia naturaleza en la polarización social, pues los políticos
excitan las pasiones de los votantes, incitando al miedo al adversario y
arrastrando a la ciudadanía a un ambiente de intolerancia e ira
crecientes.
Pero la paz incluye también la paz en los hogares,
obstaculizada por la permanente lucha de sexos en la que hoy nos han
sumergido. Este fenómeno, introducido por la agenda globalista como
destructor de familias y sustituto de la lucha de clases, ha permeado
peligrosamente en gran parte de la sociedad y es uno de los grandes
enemigos de la paz familiar y, por tanto, del bien común.
Finalmente,
la paz requiere de un esfuerzo por alcanzar la paz interior, tantas
veces esquiva, pero aún más difícil de lograr en una sociedad
relativista, hedonista y nihilista que vive de espaldas a la realidad
última de esa criatura llamada hombre; una sociedad sin Dios y sin
rumbo, pues carece de la brújula del bien y del mal, desesperanzada y
triste, a pesar de sus falsas apariencias, una sociedad, en fin, que,
engañada por quienes sólo desean dominarla, escarba en la basura
creyendo que allí encontrará los manjares que la dejarán ahíta.
Querido
lector: el bien común se apoya en el derecho y la libertad, en el orden
y la justicia, en la familia y la propiedad privada, en la verdad y la
paz. No creo que la sociedad española reúna hoy estas condiciones, pero
si queremos mejorarla, éste es el camino, y no otro.
[1] Juan XXIII, Mater et Magistra 65.
[2] Martin Rhonheimer, The Common Good…Catholic University of America Press, 2013.
[3] Eclo 15, 16-18
[4] W. E Henley, Invictus (1875)
[5] León XIII, Rerum Novarum 11 (1891)
[6] Juan Pablo II, Discurso en la Cepal en Chile (3-4-1987)
[7] El verdadero coste del Estado de Bienestar – Fernando del Pino Calvo-Sotelo
[8] Sobre la justicia social – Fernando del Pino Calvo-Sotelo
[9] Thomas Woods Jr, The Church and the Market, Lexington Books 2005.
(*) Economista