En los últimos años vienen proliferando las construcciones y los proyectos de macrogranjas porcinas en las provincias de Murcia, Almería, Granada e incluso Albacete,
instalaciones que amasan miles de cerdos con destino final, en su mayor
parte, la fábrica de embutidos El Pozo, en Alhama de Murcia.
El Pozo es
una firma de crecimiento sostenido durante cuatro o cinco décadas, que
suministra, a los mercados nacional e internacional, embutidos
procedentes de esos cultivos ganaderos intensivos, dedicados a la cría y
engorde del cerdo blanco.
El aumento desmedido y
acelerado de estas granjas, cada vez más tecnificadas, masivas y
contaminantes, ha dado lugar inevitablemente a un malestar social del
que, en su detalle y globalidad, hay que hacer responsable a la citada
firma alhameña,
generadora de una demanda que aparenta ser insaciable y beneficiaria
principal del negocio. Una empresa que no ha cesado en expresar su poder
y su influencia política sobre la administración autonómica y que
tampoco ha dejado de beneficiarse de la feroz burbuja inmobiliaria
pasada destinando sus excedentes a la especulación del suelo,
principalmente en el entorno de la capital murciana.
Su impacto
ambiental, pues, ha ido diversificándose y agudizándose, hasta llegar al
momento actual, en que ha ocasionado el malestar –y la sublevación en
varios casos– de numerosos pueblos de al menos tres provincias. En
consecuencia, El Pozo ya es un serio elemento de perturbación social, además de ambiental, y se hace necesario pararle los pies.
Inició este rechazo la
gente de Yecla, arropando al grupo Salvemos El Arabí y a sus tenaces
líderes, y consiguiendo infligir una primera derrota a El Pozo y sus
designios. Luego han ido levantándose grupos y pueblos en el noreste
granadino, en el valle del Almanzora y el norte almerienses y también en
Albacete. La lucha parte, inicial y aparentemente, de la
negativa a aceptar estas enormes instalaciones en las cercanías de los
núcleos poblados por las evidentes molestias que ocasionan,
pero ya hace tiempo que incluye la condena del modelo de ganadería
estabulada e intensiva, con todos los elementos de una actividad contra
natura, como crimen contra el medio ambiente y los propios animales
(mamíferos que sienten y sufren).
En estos momentos, y por lo que a la expansión de esta plaga en la región de Murcia se refiere, interesa seguir en detalle los
casos de Jumilla, con una respuesta popular de rechazo vigorosa, y el
de Cieza, donde el Ayuntamiento dice oponerse a la instalación de tres
macrogranjas, pero (¡ay!) no consigue transmitir confianza, ya
que más bien parece ocultar, con un aparente forcejeo con el Gobierno
regional, su decisión de fondo de pasar por el aro (de El Pozo y de San
Esteban). Hay que recordarle a la mayoría socialista, gobernante en
Cieza, que cuando un Ayuntamiento tiene las ideas claras y se planta en
beneficio de sus vecinos, no hay fuerza político-administrativa que lo
pueda doblegar. Mucha atención, pues, a las maniobras que tienen lugar
en el consistorio ciezano.
Si bien la
toxicidad más seria de este negocio tiene que ver con el trauma social
provocado, también abarca al impacto ambiental de estas granjas,
demoledor para el acuífero, los suelos y la atmósfera. Un
impacto que es bien conocido y que no admite pamplinas ni subterfugios,
frente al cual la legislación –siempre pensando en las empresas– sólo
prevé como necesaria la evaluación de impacto cuando las granjas llegan a
2.000 unidades porcinas (lo que hace que la mayoría de ellas declaren
1.999).
De forma semejante a como funciona la agricultura intensiva,
esta actividad debe considerarse de verdadero saqueo de los recursos
naturales más esenciales, así como de incidencia perniciosa en la salud
humana, tanto por la dudosa (si no imposible) calidad de sus productos
como por la amenaza latente de enfermedades, las estrictamente porcinas
(con las ocasionales mortandades conocidas) y las que, eventualmente,
podrían traspasar el entorno animal y llegar a los humanos. Y, también
al igual que la agricultura intensiva/masiva de exportación, la súper
producción de El Pozo se basa en exportar (a otras regiones o al
extranjero) alegres y atractivos embutidos dejando la contaminación (la
mierda, con perdón) en nuestra tierra.
Este caso de la “explosión porcina” nos demuestra que son falsas las pretensiones de concienciación ambiental
que –se dice, sin fundamento alguno– se están derivando de la pandemia
actual y el análisis de sus causas. Sólo haciéndole frente con decisión
desde los sectores afectados se podrá obligar al capitalismo depredador
(como este de la ganadería y la agricultura intensivas) a rectificar sus
desvaríos y respetar al medio ambiente. Una iniciativa gubernamental,
mínima pero crucial, que refleje claramente que se está aprendiendo de
los terribles errores de nuestro sistema económico, deberá desechar,
desde ya mismo, las instalaciones de ganadería intensiva por sucias,
crueles e inquietantes.
En la creación de una red, en auge, de estas macrogranjas, El Pozo utiliza tanto a la filial Cefusa como a particulares atraídos por el negocio
que, debido a la usura de esta empresa, sólo lo es si se crían miles de
cerdos, dada la miseria con que paga estos suministros; más una
constelación de ingenieros, proyectistas y otros agentes comprometidos y
entusiasmados por esta actividad tan prometedora.
Con más oportunismo que
habilidad, El Pozo quiere rodearse de un aura de respetabilidad
ambiental e incluso científica, adoptando iniciativas que pretenden
demostrar su interés por el buen trato animal, con estudios, proyectos y
financiaciones que repugnan intensamente, también por la farsa que
representan.
Ahí nos encontramos, una vez más, a la Universidad
Politécnica de Cartagena arrimando el hombro en este desatino, ignorando
que ciencia y técnica están para servir a la sociedad, no para dorar la
píldora al depredador, y manteniendo esa Cátedra conjunta que financia
El Pozo. No nos extrañemos si, en las granjas que suministran a
esta factoría, y en las propias instalaciones centrales alhameñas, se
acabe instalando, para los pobres cerdos condenados, música ambiental
clásica y se pintarrajeen de alegres colorines los pasillos de la muerte.
Las “políticas de
bienestar” que se puedan aplicar a animales destinados al sacrificio
(que, insistamos, sienten y sufren), nos remiten a la necesidad de
reducir nuestro consumo de carne, concretamente la de cerdo, y muy
militantemente si proceden de las granjas intensivas. Y sobre la firma
El Pozo, es de esperar que las plataformas que surgen
desafiándola, le declaren la guerra pidiendo a la ciudadanía el boicot a
sus productos, por la cadena tóxica que arrastran tras de sí.
Caída en desuso –por
casposa, tonta y amarilla– la reivindicación de un Sureste político que,
en torno a la Transición, quiso construir una región administrativa con
las provincias de Murcia, Alicante, Almería y Albacete…
nos encontramos ante una resurgencia de la idea, esta vez sin decirlo y
por la vía de los hechos, con una configuración geográfico-económica y
antiecológica que no tiene por centro la Orihuela de la cora de Todmir o
la Murcia de los taifas andalusíes, sino la Alhama de Fuertes y El
Pozo, productiva capital de una región porcina desde donde se irradia
una toxicidad múltiple (social, ambiental), una influencia perniciosa
(política, normativa, universitaria) y amenazas sanitarias que –es el
momento de advertirlo– nadie debe considerar descabelladas.
(*) Activista ambiental, ingeniero y profesor universitario jubilado