domingo, 9 de septiembre de 2018

Retiran la nacionalidad a un hombre que no pudo jurar la Constitución al no saber español

MADRID.- La Sala de lo Contencioso de la Audiencia Nacional ha anulado la concesión de la nacionalidad española a un hombre de nacionalidad marroquí a quien se le había concedido mediante una resolución del Ministerio de Justicia después de que no pudiera jurar la Constitución ya que desconocía el idioma castellano.

En su sentencia, la Sala estima el recurso por lesividad presentado por la Abogacía del Estado contra la resolución que se dictó en marzo de 2016, por la que se concedía la nacionalidad, y que fue propiciado tras recibir un oficio por parte de la jueza encargada del Registro Civil de Vera (Almería).
En su escrito, la jueza comunicaba que con ocasión del acto de juramento y de inscripción del interesado, este "no pudo jurar la Constitución Española ya que no entendía el idioma español", lo que obligó a "suspender el acto de juramento".
El hombre había solicitado dos años antes la nacionalidad, para lo que presentó una solicitud de concesión por residencia ante el Registro Civil, de modo que el expediente fue calificado y "se consideró que el interesado reunía los requisitos" para su obtención, por lo que le fue concedida.

Conocimiento del idioma e integración

El tribunal señala que, en este caso, el examen del expediente revela que la primera comparecencia ante el juez encargado del Registro Civil "no fue seguida de un examen de integración que permitiera verificar este", sino que "más bien fue una entrevista personal" lo que "no impidió la concesión de la nacionalidad".
Así, posteriormente, al formular el juramento y renuncia, el juez encargado "constató un importante déficit de la posibilidad de comprender el alcance y trascendencia del acto que se iba a realizar, lo que motivó la decisión de suspender el acto de juramento de la Constitución Española".
Según el artículo 22.4 del Código Civil, los que deseen obtener la nacionalidad española han de justificar buena conducta cívica y suficiente grado de integración en la sociedad española, en el expediente seguido al efecto conforme a las normas reguladoras del Registro Civil.
Así, la Abogacía del Estado consideró "lesiva" para los intereses públicos la concesión de la nacionalidad con el desconocimiento, puesto que la acreditación de un suficiente grado de integración en la sociedad española es uno de los requisitos para la obtención de la nacionalidad, según comparte la Sala.
En sus fundamentos, la Audiencia Nacional detalla que el conocimiento de la lengua española "es un componente del requisito del suficiente grado de integración en la sociedad española que la parte interesada debe justificar, sin perjuicio de que pueda modularse el nivel de exigencia de aquel conocimiento en función del grado de instrucción del interesado y de las demás circunstancias que concurran en el mismo".
En este sentido, apunta el tribunal que es "irrelevante" la "actitud positiva" en las relaciones sociales y la "falta de incidentes" en las mismas que pudiera invocar el solicitante, pues "no acreditan por sí solas el suficiente grado de integración", que debe justificarse "mediante la constatación del conocimiento de la lengua, la sociedad y las instituciones que conforman nuestro sistema socio-político".
"El conocimiento adecuado del idioma español es un dato de singular relevancia a la hora de valorar el suficiente grado de integración en la sociedad española que se exige para la obtención de la nacionalidad de nuestro país, aunque no suficiente 'per se' para acreditarlo", añade la Audiencia Nacional, para la que "la integración no se deduce sin más de la más o menos prolongada residencia en España, sino de la comprobación de que durante ese periodo de tiempo la actitud del residente se ha dirigido realmente a formar parte de la sociedad", lo que "difícilmente puede conseguirse si no se conoce el medio de expresión utilizado" por sus miembros.

La verdad a medias de la monarquía parlamentaria / Javier Pérez Royo *

“La forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria”, dice lapidariamente el artículo 1.3 de la Constitución. No debería, en consecuencia, poderse poner en cuestión que es así.

Y sin embargo, nos enteramos, por ejemplo, en información de eldiario.es publicada el pasado miércoles, que la amante del Rey Juan Carlos, Corinna, acompañada del embajador de España en Arabia Saudí, se había reunido con uno de los príncipes de la Casa Real de aquel país, en representación del Rey de España, para entablar negociaciones de naturaleza económica, en las que no queda claro dónde empiezan y acaban los intereses del Rey y los intereses del país.

Esto no es que sea imposible, sino que es inimaginable en una Monarquía Parlamentaria. Una reunión del amante de la Reina de Inglaterra o de la amante del Rey de Bélgica, acompañados del embajador correspondiente, con un príncipe saudí para hablar de negocios en representación de cualquiera de ambos monarcas, no es posible ni en una obra de ficción, porque carecería de la verosimilitud mínima para que pudiera ser efectiva.

La relevancia de la información publicada en eldiario.es, así como las informaciones que van apareciendo en este y otros medios de comunicación sobre las andanzas del Rey Juan Carlos I y Corinna, no es tanto de naturaleza penal como constitucional. Se podrá discutir si las conductas que figuran reflejadas en esas informaciones son constitutivas o no de delito y, si en el caso de que lo fueran, estarían o no protegidas por el principio de inviolabilidad del monarca, pero lo que no se puede discutir es que constitucionalmente son inaceptables, que son incompatibles con el artículo 1.3 de la Constitución.

Las conductas de las que estas publicaciones nos informan, que se refieren temporalmente a los últimos años de la ejecutoria del Rey Juan Carlos I, pero que nadie duda de que son conductas que se han venido sucediendo a lo largo de toda ella, se aproximan a la conducta de su abuelo Alfonso XIII y, en cierta medida, a la de su tatarabuela Isabel II. Son episodios propios de una Monarquía Constitucional, pero predemocrática, y no de una Monarquía parlamentaria.

Obviamente estos episodios no han sido la norma de la conducta del Rey Juan Carlos I. La Monarquía definida como “parlamentaria” en la Constitución de 1978, no es la Monarquía definida como “española” en las Constituciones de 1845 y 1876. Con la Constitución de 1978 la Monarquía ha convivido con el principio de legitimación democrática formulado en el artículo 1.2 CE. Y con un principio de legitimación democrática que ha operado como principio dominante en el sistema político. Desde esta perspectiva, la diferencia entre la Monarquía “parlamentaria” del 78 y la Monarquía “española” del 45 y del 76 es una diferencia real, no cosmética.

Por eso hablo de “verdad a medias”. En mi opinión, no cabe duda de que los elementos propios de la Monarquía parlamentaria han estado presentes durante el reinado del Rey Juan Carlos I. No cabe duda de que han estado, además, de manera dominante. Pero no de manera exclusiva y excluyente. No se ha producido la negación del principio monárquico como un principio de legitimidad, que es lo que ha ocurrido en todas las Monarquías parlamentarias sin excepción.

El Estado Constitucional democrático es compatible con una magistratura de carácter hereditario en la Jefatura del Estado. No es compatible con un principio de legitimidad monárquico que haga competencia de manera subrepticia al principio de legitimidad democrático. Esto es lo decisivo. La Democracia como forma política no puede tolerar la existencia de algún principio de legitimidad alternativo al principio democrático.

Esto es lo que no ha ocurrido nunca en la historia de España, con la excepción, obviamente, de la Segunda República. Jamás se ha extendido el poder constituyente del pueblo español a la institución monárquica. De una manera inequívoca en la Primera Restauración. Y de una manera “encubierta”, pero también inequívoca en la Segunda.  La Monarquía siempre ha sido previa e indisponible para el poder constituyente del pueblo español. 

En la Primera Restauración el Título de la Monarquía de la Constitución no se sometió siquiera a la discusión de las Cortes Constituyentes de 1876. En la Segunda no se llegó a tanto, pero el Rey Juan Carlos I, que había jurado lealtad a las Leyes Fundamentales del Régimen del general Franco, no juró nunca lealtad a la Constitución de 1978. No es ella la que me ha traído a mí, sino que soy yo el que la ha traído a ella. Con esta ambigüedad se ha organizado política y jurídicamente la democracia española.

En España tuvimos una Primera Restauración acompañada de una fórmula constitucional liberal, predemocrática, que se podía en cierta medida homologar con lo que ocurría en el constitucionalismo europeo anterior a la Primera Guerra Mundial, pero que no podía serlo después de la Gran Guerra. Su incapacidad para transitar de la Monarquía Constitucional a la Monarquía Parlamentaria la condenó de manera inexorable. De ahí que, aunque la Monarquía no desapareciera hasta 1931, desde 1917 no hizo más que vivir en un estado de agonía. 

Hemos tenido una Segunda Restauración acompañada de una fórmula constitucional democrática, que se puede homologar con lo que ocurre en el constitucionalismo europeo posterior a la Segunda Guerra Mundial, pero contaminada por restos del pasado, que vienen en parte de la vieja “Monarquía Española” y en parte de las Leyes Fundamentales del Régimen anterior. Los efectos de dicha contaminación han sido tolerables durante los primeros cuarenta años de vigencia de la Constitución, pero han dejado de serlo.

Sin un referéndum sobre la Monarquía no es posible salir de la situación a la que hemos llegado. Una democracia no puede operar con ambigüedades sobre el principio de legitimidad en el que descansa su sistema político. Las dudas tienen que ser despejadas y solamente hay una forma de hacerlo. Argumentar que, puesto que la Constitución de 1978 fue sometida a referéndum y en ella figuraba la Monarquía definida como parlamentaria, la Monarquía ya se ha sometido a referéndum, es una parte de esa verdad a medias en que nos hemos instalado.

Cuanto más tiempo se tarde en entenderlo, peor. 


(*) Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla