Hoy quiero invitarlos a reflexionar una vez más sobre nuestro tiempo,
también conocido como “postmodernidad”, un período caracterizado por la
fragmentación de las narrativas, la desconfianza en los metarrelatos y
la proliferación de los simulacros, logrando así reconfigurar
radicalmente nuestra relación con la estética.
En este nuevo escenario
cultural, asistimos a un fenómeno singular: la erotización de lo
grotesco: lo que otrora era considerado marginal, repulsivo o incluso
monstruoso, se ha convertido en objeto de fascinación y deseo, o sea, en
moda incuestionable.
Esta tendencia, lejos de ser una mera curiosidad
estética, revela profundas transformaciones en nuestra sensibilidad y en
nuestra manera de concebir el cuerpo, el deseo, la belleza y la
identidad. En pocas palabras, amigos míos, hoy vamos a intentar
comprender por qué cuesta tanto distinguir una obra de arte de un
bodrio.
Analizar la estética de lo feo y la erotización de lo grotesco
implica que exploremos temas que desafían la percepción tradicional de
la belleza, vinculando el arte, la filosofía y la psicología en una
reflexión sobre los límites estéticos y emocionales de nuestra época.
Evidentemente, eso no lo vamos a lograr en un simple artículo de
reflexión filosófica en este periódico, pero al menos podemos aprender
un poco sobre el asunto mientras deshilachamos algunas trivialidades que
se han convertido en cánones de la estética postmoderna.
La precitada estética ha sido abordada en diversas épocas,
especialmente desde la filosofía alemana del siglo XIX. Particularmente,
Karl Rosenkranz, en su obra titulada “Estética de lo feo” (1853),
argumentaba que lo feo no es simplemente un defecto en relación con la
belleza, sino una categoría estética que revela aspectos profundos de la
naturaleza humana.
El autor incluso propone que lo feo pueda ser tan
complejo que incluya lo variado, lo monstruoso y lo absurdo, sugiriendo
que tiene valor propio en el ámbito del mundo del arte. Lo feo, para él,
tiene su propio significado y su función específica, puesto que permite
confrontar la disonancia y el conflicto, lo caótico y lo irracional en
la experiencia humana.
Por su parte, Arthur Schopenhauer también reconocía en lo feo una
fuerza que, aunque disruptiva, podría ser estéticamente significativa.
Según él, la representación de lo feo permitiría explorar el
“sinsentido” de la existencia, así como los aspectos más oscuros de la
vida humana. Se trata de un pensador para quien la belleza suscita un
placer y una elevación, mientras que lo feo sirve para confrontar al
espectador con el sufrimiento y la tragedia universal de nuestra
existencia.
Ya en el siglo XX, los surrealistas como André Breton y Salvador
Dalí, se dedicaron a explotar la erotización de lo grotesco, encontrando
en lo extraño y lo deformado una fuente de atracción.
Las figuras
distorsionadas de Dalí o los poemas de Breton capturan este sentido en
el que lo erótico y lo grotesco se entrecruzan, buscando despertar en el
espectador un deseo que no se ancla en la categoría clásica de lo
“bello”, sino en la trasgresión y la ruptura de las normas estéticas
convencionales.
En definitiva, la estética de lo feo y la erotización de lo grotesco
funcionaron como fenómenos que desestabilizan el sentido común de la
belleza y el deseo, recordándonos que, en el arte y en la filosofía, las
categorías estéticas tradicionales pueden ser insuficientes para
comprender la amplitud de las experiencias humanas: en lugar de aspirar
únicamente a lo sublime, explotar la atracción por lo deformado o lo
extraño cumplía la función de confrontarnos con la multiplicidad de la
naturaleza humana, que abarca un todo, es decir, tanto el deseo de orden
como el impulso hacia la transgresión.
Como se habrá podido apreciar, la serie titulada “Bellas Artes” se
erige como una mordaz crítica y sátira de la escena artística
contemporánea, donde la búsqueda de la novedad y la provocación a menudo
desemboca en una estética de lo ridículo, del exceso conservador y del
absurdo nihilista reaccionario.
A través de sus bien articuladas
caricaturas de artistas bizarros, críticos y mecenas, la serie expone
las contradicciones reales y los límites de una vanguardia que, en su
afán por subvertir las normas establecidas, termina creando clichés y
estereotipos que ya cansaron a la sociedad.
En este sentido, la erotización de lo grotesco, presente en muchas
obras que se presentan en “Bellas Artes”, se convierte en una
herramienta para la parodia y la crítica social a una moda que está
mostrando sus últimos coletazos. Al llevar a un extremo las
convenciones estéticas y las obsesiones del mundo del arte, la serie
revela el carácter arbitrario y construido sobre naipes de estas mismas
convenciones.
La violencia, la fealdad y la perversión se convierten en
elementos recurrentes, utilizados para provocar escándalo y llamar la
atención , pero también para desenmascarar la vacuidad de muchas
propuestas artísticas que siguen engolosinadas en el bucle de lo
“posmo-chic” que, al parecer, ya no tiene nada que denunciar.
La serie precitada sugiere que, en la búsqueda de lo nuevo y lo
radical, el arte contemporáneo ha caído en una especie de nihilismo
estético, donde la belleza y el significado han sido completamente
reemplazados por la provocación gratuita y la obsesión por lo chocante
(que ya no choca a nadie).
En este contexto, erotizar lo feo o lo
grotesco, se convierte en una estrategia para llamar la atención de un
público que día a día se va cansando cada vez más del sinsentido y de la
fealdad como herramientas de lucha contra un enemigo que claramente no
existe hoy.
En otras palabras, amigos míos, intentar generar polémica
mediante algo que no es polémico, sino ridículo, no es otra cosa que
haberse quedado en la lucha de un siglo que no es el nuestro.
Al igual que muchos especialistas en estética, que intentaban ver en
lo grotesco una fuerza subversiva capaz de desafiar las estructuras del
poder, los creadores de “Bellas Artes” utilizaron la estética del
ridículo para criticar el mercado del arte, la mercantilización de la
cultura y la superficialidad de la sociedad contemporánea.
Sin embargo, a
diferencia de los críticos comunes, la serie ha pretendido adoptar una
postura oportunamente más pesimista, sugiriendo así que la transgresión
ha sido domesticada y absorbida por el sistema, convirtiéndose en un
producto más de consumo cultural.
Si bien la exaltación artística de lo feo ha sido una tendencia
dominante en la cultura contemporánea, es fundamental reconocer que no
es la única posibilidad estética. La historia del arte nos muestra que
la belleza en sus múltiples manifestaciones, ha sido una fuente
inagotable de inspiración y reflexión.
Aún así, en un mundo marcado por
la proliferación de imágenes y la saturación mediática, la belleza
parece haber perdido su capacidad de conmover y emocionar.
Como señalamos en el caso de la serie “Bellas Artes”, la idea es que
podamos cuestionar si la búsqueda de la trasgresión a través de lo
grotesco es realmente el camino hacia la innovación artística. Podríamos
preguntarnos, entonces, ¿es posible concebir una belleza que no sea
simplemente la negación de lo convencional, sino una afirmación de
nuevos valores y sensibilidades?
Para responder a esta pregunta, podemos mirar hacia el pasado y
recuperar algunas tradiciones estéticas que han valorado la belleza como
un ideal. El arte clásico, el romanticismo, el simbolismo, son sólo
algunos ejemplos de movimientos artísticos que exploraron las diversas
facetas de la belleza, desde la armonía y la proporción hasta lo sublime
y lo misterioso.
Evidentemente, no se trata de “volver a un pasado que
fue mejor”, no, sino intentar ser capaces de responder a los desafíos y
las complejidades de nuestro tiempo dejando de repetir clichés de
luchas, que ya no tienen adversarios reales.
Es que la estética de lo grosero, nacida como una fuerza que luchaba
contra los ideales de un concepto de belleza clásica y armónica,
efectivamente se ha convertido en una corriente dominante en el arte
contemporáneo.
Este cambio, que ha tenido su auge, y actual decadencia,
en la post-modernidad, revela cómo las categorías inicialmente marginales
y desestabilizadoras pueden ser absorbidas y neutralizadas por el
propio sistema que en un principio criticaban.
Cuando lo grotesco y lo feo se vuelven el nuevo canon, es decir, la
nueva norma establecida por la estética de la época, se produce una
paradoja: lo que antes chocaba y provocaba rechazo, ahora es aceptado,
celebrado, en su momento esperado, y ahora intensamente repetido.
En sus
orígenes, lo grotesco apuntaba a la descomposición de la belleza
idealizada y de las jerarquías tradicionales: a través de la
exageración, la deformación y la mezcla de lo sublime con lo absurdo,
buscaba liberar al arte de normas fijas, acercándose a una experiencia
humana más cruda y menos idealizada.
Pues bien, misión cumplida, pero al instalarse como discurso
hegemónico, esta estética está perdiendo su capacidad de subvertir. La
idea de que “todo es arte”- pilar de la postmodernidad- implica que nada
en particular resulta perturbador o inaceptable, y la provocación se
vuelve un recurso más del mercado cultural.
Al institucionalizarse lo
grotesco, el arte y la cultura contemporáneos han creado un terreno en
el que la transgresión se vuelve repetitiva y predecible.
Las estrategias estéticas de protesta o de shock, pensadas
inicialmente para desafiar estructuras de poder y modelos estéticos
hegemónicos, terminan vaciándose de contenido crítico al carecer de un
“otro” al cual confrontar.
Esta hegemonía de lo feo y lo grotesco ha
diluido el impacto de las obras, y a menudo se convierte en una estética
ya vacía de rebeldía o en una provocación superficial, dirigida más al
espectáculo que a la reflexión.
Se trata, lamentablemente, de una
“infantilización” de la protesta artística, cuando las obras buscan
impresionar a través de lo grotesco o lo absurdo sin ofrecer contenido
genuinamente crítico.
En esta saturación de lo grotesco, las categorías de “obra de arte” y
“bodrio” pierden sus diferencias y se convierten en casi
intercambiables. Esto resulta en una crisis de autenticidad y
significado en el arte, donde el valor se mide menos por el impacto
ético o estético de la obra y más por su capacidad de sorprender o
llamar la atención, de manera patéticamente superficial.
Reitero, y por fin, concluyo aquí: la paradoja de que el discurso de
protesta se haya vuelto hegemónico evidencia una crítica profunda al
estado del arte post-moderno. Con el avance del abandono del pensar
excusado por una incomprendida deconstrucción, la frontera entre arte y
espectáculo se disuelve, y lo grotesco, que pretendía desafiar, se
convierte en un recurso fácilmente capitalizable y consumible.
De este
modo, el arte parece haber quedado atrapado en una especie de “bucle de
la transgresión” vacío de confrontación auténtica, reflejando un mundo en
el que las categorías clásicas de belleza, fealdad, arte y basura
pierden sentido con la excusa de que todo vale para ser una obra.
Así,
la verdadera subversión quizá ya no radique en el exceso ni en la
deformación, y mucho menos en el absurdo, sino en la búsqueda de
autenticidad, profundidad y sentido que, irónicamente, sería hoy lo más
trasgresor en una era de hiper-saturación visual y estética que le rinde
culto a lo ridículo.
(*) Filósofo, profesor y escritor