«Por muy bonita que sea la estrategia, de vez en
cuando habrá que mirar los resultados». La famosa máxima de Churchill
aplica perfectamente a la lucha contra la violencia de género en España.
Según
datos oficiales del gobierno, en las últimas dos décadas en España se
han producido una media anual de 58 homicidios de mujeres a manos de sus
parejas o ex parejas[1], la inmensa mayoría de los cuales (una media del 82%[2])
han sido calificados como asesinato por concurrir alevosía o
ensañamiento.
Que la cifra absoluta sea hoy superior a la que había hace
22 años tras tantas leyes, observatorios y campañas rodeadas de un
martilleo político y mediático incesante sólo puede calificarse de
fracaso rotundo.
El homicidio es obviamente la violencia llevada al extremo, pero si
tomamos un indicador más amplio del concepto de abuso como es el número
de órdenes de protección tomadas tras resolución judicial (medidas
cautelares para proteger a la víctima en riesgo), la conclusión es la
misma. En los últimos 15 años no se ha producido ninguna disminución
clara, sino un comportamiento cíclico[3]
¿Por qué este fracaso? ¿Es posible que estemos ante un problema
irresoluble? La lógica dicta que siempre existirá un número mínimo de
crímenes que ninguna ley o sistema social de valores podrá reducir.
Partiendo del concepto antropológico adecuado, basado en la naturaleza
caída del hombre, el don de la libertad hace que sea imposible erradicar
por completo el mal incluso mediante el mejor sistema de incentivos.
Dicho eso, ¿son las cifras de violencia de género, prácticamente
constantes desde hace dos décadas, lo mejor a lo que podemos aspirar
como sociedad? Me resisto a creerlo y, por tanto, aventuro que el
problema puede ser otro.
La violencia de género es un problema mundial, pero en otros países se denomina quizá de forma más adecuada violencia doméstica[4] (como lo hace la Policía en Suecia) o violencia de pareja[5]
(en EEUU). El matiz tiene cierta relevancia, pues el concepto de
violencia “de género” parte de hipótesis sesgadas.
En efecto, podría
tener sentido llamar a la violencia de pareja, violencia “de género
masculino” si atendiéramos al sexo mayoritario del agresor, pues en el
88% de los casos se trata de un hombre (nótese que el 90% de todos los
homicidios en el mundo son cometidos por hombres y el 80% de las
víctimas también lo son[6]).
Sin embargo, la denominación “de género” no se refiere a esto, sino que
es una verdadera atribución de intenciones tendente a la
estigmatización del hombre.
Así, el preámbulo de la ley de Zapatero del
2004 definía la violencia de género como «el símbolo más brutal de la
desigualdad existente en nuestra sociedad (…), que se dirige sobre las
mujeres por el hecho mismo de serlo».
Es decir, que la ley partía de una
hipótesis no verificada (y, como veremos, falsa) de que la violencia de
género era una violencia contra la mujer «por el mero hecho de serlo»
basada en la «desigualdad», es decir, una mezcla de misoginia y
machismo. Quizá sea éste el motivo del fracaso de la lucha contra esta
lacra en nuestro país, pues ¿cómo vamos a combatir el mal si no partimos
de la verdad?
En primer lugar, aunque en los últimos años el 88%
de asesinatos a manos de parejas o ex parejas en España la víctima haya
sido una mujer, en el 12% restante la víctima ha sido un hombre[7]. ¿Han sido estos hombres asesinados «por el mero hecho de serlo»?
Las complejas causas reales
En
segundo lugar, instituciones independientes más rigurosas exponen una
amplia serie de factores de riesgo, individuales, relacionales,
comunitarios y sociales, que contribuyen a este tipo de violencia. Por
ejemplo, el CDC norteamericano enumera 20 factores de riesgo
individuales que ayudan a explicar el perfil del agresor.
Por este
orden, menciona una baja autoestima, bajo nivel educativo,
comportamiento agresivo o delincuente en la juventud, uso de alcohol y
drogas, depresión y tentativas de suicidio, ira y hostilidad, rasgos de
personalidad antisociales, trastorno límite de la personalidad, soledad,
problemas económicos como el desempleo, etc. Una actitud machista sólo
se menciona en el lugar número 16, lo que muestra la baja importancia
que le otorga como factor explicativo de la violencia de pareja[8].
La
UE hace una lista similar de categorías y factores de riego para el
agresor en feminicidios que incluye, por este orden, abuso de alcohol y
drogas, violación de orden de alejamiento, problemas mentales, haber
sido testigo de abuso cuando era pequeño en su familia, desempleo,
antecedentes de violencia, celos patológicos y control coercitivo sobre
la pareja.
El factor machismo sólo se menciona en noveno lugar y sólo en
la categoría comunitaria, es decir, referido al entorno o cultura de
masculinidad agresiva en que se mueve el agresor más o que a sus
características psicológicas individuales[9].
En
uno de cada tres casos (una proporción muy elevada), los homicidas se
suicidaron o intentaron suicidarse tras asesinar a sus parejas[10].
En estos casos de homicidio-suicidio las enfermedades mentales «juegan
un papel importante», según un meta análisis que revisó los datos
registrados durante 60 años en cuatro continentes buscando la
prevalencia de enfermedades mentales entre los asesinos/suicidas[11].
De hecho, el estudio recomienda como medida de prevención la
identificación y tratamiento de desórdenes psiquiátricos en los
potenciales agresores. Otra revisión sistemática de 49 estudios
diferentes cubriendo 26 años de datos confirma «la significativa
contribución de factores psicopatológicos (como desórdenes depresivos o
delirios psicóticos) en estos homicidios-suicidios, la mayor parte de
los cuales ocurrieron en el contexto de una separación reciente,
divorcio o conflictos domésticos»[12].
Como pueden observar, el machismo, la desigualdad o la aversión a las
mujeres «por el mero hecho de serlo» brillan por su ausencia como factor
relevante en estos casos (repito, un tercio del total) que la
psiquiatría define con razón como un fenómeno «complejo».
Finalmente, un tercio de los homicidas que mataron a sus parejas o ex parejas en España eran extranjeros[13],
lo que supone tres veces el porcentaje de extranjeros residentes en
nuestro país. Hay que buscar una explicación para esta
sobrerepresentación de extranjeros en los casos de asesinato por
violencia de pareja.
Aunque tanto en América como en África (de donde
provienen la mayoría de los inmigrantes residentes en España) las tasas
de homicidios por violencia de pareja sean 4 y 2,5 veces superiores,
respectivamente, a las que se dan de Europa[14],
antes de aventurarse a extraer conclusiones que puedan alimentar la
xenofobia debería realizarse un estudio de correlación que contemplara
la yuxtaposición de otros factores explicativos, por ejemplo, para saber
si el desempleo, el bajo nivel educativo, la delincuencia, el abuso de
sustancias o el entorno violento tuvieran mayor prevalencia entre la
población extranjera.
España, país respetuoso con la mujer
Los
datos comparados en Europa dejan en entredicho también el uso del
epíteto “machista” para referirse de forma genérica a la violencia de
pareja en nuestro país. En primer lugar, España es uno de los países de
Europa donde existe menos violencia de este tipo[15],
dato que contrasta con la percepción social que tenemos nosotros mismos
y que es producto del bombardeo ideológico llevado a cabo por la clase
política y periodística desde hace dos décadas.
De hecho, a pesar de ser
uno de los países de Europa (y, por tanto, del mundo) más respetuoso
con la mujer, España es el país que más campañas realiza para denunciar
la violencia “machista”. Los datos, una vez más, contradicen las
creencias.
Estos datos no cuestionan la existencia de un rancio
machismo cultural minoritario remanente (más en unas regiones que
otras), sino la relación entre ese machismo cultural y la violencia
contra la mujer. De hecho, según datos de la UE (2014), países del sur
como España o Italia, considerados a priori como machistas, tienen mucha
menos violencia contra la mujer que países del norte como Reino Unido,
Alemania, Francia, Holanda, Suecia o Dinamarca, considerados como
progresistas e igualitarios[16].
De hecho, los países nórdicos, lideres en igualdad, presentan los
peores datos de violencia doméstica contra la mujer, contradicción que
algunos denominan, para salir del paso, «la paradoja nórdica»[17].
En definitiva, la relación entre desigualdad y violencia de pareja en la UE es «débil y heterogénea»[18],
y aunque algunos estudios hayan encontrado una correlación positiva,
ésta es baja, por lo que no puede ser considerado un factor explicativo
importante desde el punto de vista poblacional o ecológico (menos aún
desde el punto de vista individual)[19].
Aunque
como venimos repitiendo a lo largo del artículo la violencia doméstica
es un fenómeno complejo que elude explicaciones simplistas, de los datos
de la UE puede inferirse de forma más aproximada que científica que, de
forma contra intuitiva, los países del sur y los países católicos son
más seguros para la mujer que los de los países protestantes del norte.
En
el caso de asesinatos de mujeres a manos de sus parejas, España vuelve a
colocarse entre los países menos violentos de Europa, con una tasa de
0,2 muertes por 100.000 mujeres, frente al 0,3 de Alemania, el 0,38 de
Francia, el 0,43 de Suecia o el 0,65 de Finlandia[20].
Estos datos ponen en entredicho la constante campaña que pretende
trasladar a la opinión pública una imagen falsa de nuestra sociedad que
daña nuestra autoestima y cala en el extranjero, con el consiguiente
perjuicio para la imagen de nuestro país.
La ideologización, clave del fracaso
En
definitiva, el análisis objetivo de los datos cuestiona la idoneidad de
calificar la violencia doméstica o de pareja como violencia “de género”
y descalifica su denominación como violencia “machista”, epíteto que no
soporta el escrutinio de los datos.
Sin embargo, desde que la izquierda
lo transformara en 2004 en bandera política y la derecha lo acogiera
con su seguidismo crónico, la violencia “machista” sigue siendo una
consigna repetida ad nauseam por la clase política y
periodística de nuestro país. No es de sorprender, por tanto, que, si se
parte de un diagnóstico erróneo del problema, éste no se resuelva, como
lamentablemente estamos viendo en España.
La ideologización y
frivolidad con que se trata este tema es grave, pues la violencia de
pareja no sólo causa una media anual de más de 50 muertes de mujeres a
manos de sus parejas y deja huérfanos a docenas de niños, sino que aun
en los casos no letales provoca secuelas físicas y psicológicas que
afectan no sólo a la víctima, sino a menores que son testigos de una
violencia traumática que quizá normalicen cuando lleguen a su vida
adulta con una posible repetición de patrones.
Si el gobierno
quisiera combatir esta lacra social dejaría la ideología feminista a un
lado, lo denominaría violencia doméstica o de pareja y no engañaría a la
población con los conceptos “machista” o “de género”. Esto significaría
atender a sus complejas causas reales y centrar las actuaciones en el
Ministerio del Interior y no en el de Igualdad, ese Ministerio superfluo
(pero el predilecto de los agresores sexuales en España gracias a la
Ley del Sí es Sí).
Ítem más. Dada la carencia de rigor de la ley
socialista del 2004 sobre las causas de la violencia “de género”, no
parece que el objetivo real del legislador fuera sólo combatirla, sino
también promover una agenda política que agitara la lucha de sexos como
sustituta de la lucha de clases. Se trató de un ejemplo más de una
acción política en la que un fin aparentemente loable escondía en
realidad un objetivo siniestro: dividir y confrontar.
De hecho, cabe
preguntarse si aún hoy existe verdadera intención de abordar con
seriedad el problema o si, por el contrario, el feminismo más radical se
conforma con la propaganda semanal de demonización del hombre que
permea cada noticia de estos espantosos crímenes.
Como decía un
historiador decimonónico, en España sobran gobernantes a quienes espolea
la ambición y no rige la conciencia, pero lo que muestran los datos de
forma meridianamente clara es que, veinte años después, la lucha contra
la violencia doméstica no ha logrado ningún resultado respecto de
aquello que afirmó querer combatir.