En un dirigente como Pedro Sánchez, la
palabra «mentira» sólo debería salir de su boca asociada a la palabra
«perdón». Mentir es por desgracia un vicio frecuente en política, pero
no se conoce en la democracia española un precedente siquiera parecido
de falsedad continua, de alguien que se haya desentendido con una
naturalidad tan cínica de la coherencia no ya entre su discurso y sus
actos sino entre sus propias premisas. Este presidente ha hecho de la
mendacidad y de la doblez un atributo de estilo, una característica;
hasta tal punto que su insinceridad se ha convertido en un rasgo
normalizado que en vez de irritación provoca en la opinión pública
chistes, memes y risas. Hay que reconocerle un mérito de auténtico
fenómeno, de virtuoso, de artista: ha banalizado tanto la falta de
credibilidad que los ciudadanos la dan por asumida y la despenalizan
como parte de una especie de farsa frívola.
Pues bien: Sánchez el de la tesis, Sánchez el del insomnio, Sánchez el que no pactaría con Bildu, Sánchez el que equiparaba a Podemos con Venezuela y el racionamiento, Sánchez el que llamaba Le Pen a Torra, Sánchez el que prometió penalizar los referendos ilegales, se ha permitido, con un par, acusar de mentir a un periódico. A ABC, que a diferencia del presidente sí conserva el crédito, y le importa seguir teniéndolo, y que lleva esperando más de un año la anunciada querella para debatir ante los tribunales el «porcentaje de coincidencias» del doctorado fraudulento. Si va adelante esa «ley de la verdad» que prometió en la investidura para amordazar a los medios, será divertido pasar primero por su filtro a este Gobierno.
El que ha ofrecido seis versiones distintas del Delcygate, lo que significa que al menos cinco de esos relatos no eran ciertos, a la espera del séptimo, y que se niega a entregar las grabaciones de las cámaras del aeropuerto para que no quede de manifiesto que un ministro llevó de paseo por suelo español a una mandataria que tiene prohibido pisar territorio europeo. Si ese escándalo se judicializa, o si la oposición consigue –que no lo conseguirá– investigarlo a fondo en el Congreso, tendrán que aparecer los vídeos… y los listados de llamadas de algunos teléfonos. En las reglas de gobernanza del mundo moderno, la transparencia es, o debería ser, un asunto muy serio.
Pero lo único transparente en Sánchez es su ausencia de escrúpulos tanto para alcanzar el poder como para mantenerlo. Sin ideas ni convicciones ni proyecto, le resulta fácil prescindir de miramientos porque carece de referencias en las que establecer patrones éticos. Le vale cualquier método que responda a las necesidades del momento. Ayer se fue y mañana no ha llegado, como decía Quevedo; sólo rige el presente frenético. Si hay que pactar con los independentistas, se pacta; si hay que humillarse ante Torra, se humilla; si hay que reformar el Código Penal para excarcelar a Junqueras, se reforma, y si más tarde hay que traicionarlos a todos, se les traiciona también a ellos. Ahora toca alcanzar como sea un acuerdo de presupuestos a través del nuevo mantra retórico del “reencuentro”. Y luego ya veremos. Al fin y al cabo se mueve entre consumados expertos en la deslealtad y el enredo, y entre tahúres y fulleros está feo exigirse respeto a las reglas del juego.
De este modo, la legislatura ha devenido un desafío de ventajistas desahogados, una impostura general en la que las reglas convencionales y por supuesto la verdad son papel mojado, vestigios caducos de una política de corte arcaico. En medio de la desconfianza mutua, los actores de este simulacro son al mismo tiempo socios y adversarios. Los líderes separatistas fingen unidad de objetivo y de acción mientras por debajo se apuñalan acusándose recíprocamente de botiflers y de hiperventilados. Puigdemont se disfraza en Bruselas de exiliado y víctima de la represión de un régimen autoritario para preservar la inmunidad que lo mantenga a salvo.
El presidente concede a Torra apariencia de igualdad de rango al tiempo que Iceta conspira con ERC el modo de desalojarlo. Junqueras finge desde la cárcel criterio pragmático en tanto hace cálculos de tiempo y porcentajes para intentar el definitivo golpe republicano. Y Pablo Iglesias lima sus perfiles más ásperos y asume un papel disciplinado desde el que organizar sin ruido una estructura de poder paralelo bajo su mando. Sólo el jefe de Podemos y el preso de Lledoners conservan en este baile de disfraces, en este carnaval de máscaras donde nadie es lo que parece, un cierto sentido panorámico. El uno pretende utilizar la vacuidad de Sánchez para ir cambiando la legislación-marco; el otro, fortalecer su liderazgo con una estrategia de independencia a plazos. El presidente, más corto de miras, se conforma con ir tirando.
Y tira a base de mentiras superpuestas y de deteriorar las vigas maestras del Estado al que representa. Desde la Corona, la Justicia o el Parlamento hasta las empresas públicas o el instituto oficial de encuestas, casi no queda una institución grande o pequeña cuya autonomía o su prestigio no haya invadido o menoscabado de una u otra manera. Con su visita a Cataluña no ha roto la unidad nacional pero ha permitido que lo parezca, ha legitimado una sedición, ha difuminado la jerarquía institucional y cuestionado –«la ley no basta»– el concepto del Derecho como directriz suprema, además de admitir privilegios territoriales que violentan el modelo autonómico de solidaridad interna.
Después de esa demostración lisonjera, de gestos de vasallaje como el de la reverencia del capataz monclovita ante un don nadie con delirios de grandeza, queda patente que la negociación con el secesionismo, a despecho de anteriores y reiteradas promesas, es la claudicación a un chantaje trufado de exigencias irregulares, sumisiones simbólicas o reales y cláusulas más o menos secretas. Ya cuesta encontrar una verdad, una sola certeza con la que Sánchez haya sido capaz de comprometerse durante un rato de su aún breve presidencia.
Oírlo acusar de mentir a los demás sería un simple y cómico sarcasmo si esa fabulosa exhibición de hipocresía y descaro no representase la verdadera dimensión moral de este mandato. Porque ésa es la esencia del sanchismo: una colección de embustes, ficciones, imposturas y engaños que envuelven la desoladora realidad de un Estado y de unas instituciones arrastradas por el fango.
Pues bien: Sánchez el de la tesis, Sánchez el del insomnio, Sánchez el que no pactaría con Bildu, Sánchez el que equiparaba a Podemos con Venezuela y el racionamiento, Sánchez el que llamaba Le Pen a Torra, Sánchez el que prometió penalizar los referendos ilegales, se ha permitido, con un par, acusar de mentir a un periódico. A ABC, que a diferencia del presidente sí conserva el crédito, y le importa seguir teniéndolo, y que lleva esperando más de un año la anunciada querella para debatir ante los tribunales el «porcentaje de coincidencias» del doctorado fraudulento. Si va adelante esa «ley de la verdad» que prometió en la investidura para amordazar a los medios, será divertido pasar primero por su filtro a este Gobierno.
El que ha ofrecido seis versiones distintas del Delcygate, lo que significa que al menos cinco de esos relatos no eran ciertos, a la espera del séptimo, y que se niega a entregar las grabaciones de las cámaras del aeropuerto para que no quede de manifiesto que un ministro llevó de paseo por suelo español a una mandataria que tiene prohibido pisar territorio europeo. Si ese escándalo se judicializa, o si la oposición consigue –que no lo conseguirá– investigarlo a fondo en el Congreso, tendrán que aparecer los vídeos… y los listados de llamadas de algunos teléfonos. En las reglas de gobernanza del mundo moderno, la transparencia es, o debería ser, un asunto muy serio.
Pero lo único transparente en Sánchez es su ausencia de escrúpulos tanto para alcanzar el poder como para mantenerlo. Sin ideas ni convicciones ni proyecto, le resulta fácil prescindir de miramientos porque carece de referencias en las que establecer patrones éticos. Le vale cualquier método que responda a las necesidades del momento. Ayer se fue y mañana no ha llegado, como decía Quevedo; sólo rige el presente frenético. Si hay que pactar con los independentistas, se pacta; si hay que humillarse ante Torra, se humilla; si hay que reformar el Código Penal para excarcelar a Junqueras, se reforma, y si más tarde hay que traicionarlos a todos, se les traiciona también a ellos. Ahora toca alcanzar como sea un acuerdo de presupuestos a través del nuevo mantra retórico del “reencuentro”. Y luego ya veremos. Al fin y al cabo se mueve entre consumados expertos en la deslealtad y el enredo, y entre tahúres y fulleros está feo exigirse respeto a las reglas del juego.
De este modo, la legislatura ha devenido un desafío de ventajistas desahogados, una impostura general en la que las reglas convencionales y por supuesto la verdad son papel mojado, vestigios caducos de una política de corte arcaico. En medio de la desconfianza mutua, los actores de este simulacro son al mismo tiempo socios y adversarios. Los líderes separatistas fingen unidad de objetivo y de acción mientras por debajo se apuñalan acusándose recíprocamente de botiflers y de hiperventilados. Puigdemont se disfraza en Bruselas de exiliado y víctima de la represión de un régimen autoritario para preservar la inmunidad que lo mantenga a salvo.
El presidente concede a Torra apariencia de igualdad de rango al tiempo que Iceta conspira con ERC el modo de desalojarlo. Junqueras finge desde la cárcel criterio pragmático en tanto hace cálculos de tiempo y porcentajes para intentar el definitivo golpe republicano. Y Pablo Iglesias lima sus perfiles más ásperos y asume un papel disciplinado desde el que organizar sin ruido una estructura de poder paralelo bajo su mando. Sólo el jefe de Podemos y el preso de Lledoners conservan en este baile de disfraces, en este carnaval de máscaras donde nadie es lo que parece, un cierto sentido panorámico. El uno pretende utilizar la vacuidad de Sánchez para ir cambiando la legislación-marco; el otro, fortalecer su liderazgo con una estrategia de independencia a plazos. El presidente, más corto de miras, se conforma con ir tirando.
Y tira a base de mentiras superpuestas y de deteriorar las vigas maestras del Estado al que representa. Desde la Corona, la Justicia o el Parlamento hasta las empresas públicas o el instituto oficial de encuestas, casi no queda una institución grande o pequeña cuya autonomía o su prestigio no haya invadido o menoscabado de una u otra manera. Con su visita a Cataluña no ha roto la unidad nacional pero ha permitido que lo parezca, ha legitimado una sedición, ha difuminado la jerarquía institucional y cuestionado –«la ley no basta»– el concepto del Derecho como directriz suprema, además de admitir privilegios territoriales que violentan el modelo autonómico de solidaridad interna.
Después de esa demostración lisonjera, de gestos de vasallaje como el de la reverencia del capataz monclovita ante un don nadie con delirios de grandeza, queda patente que la negociación con el secesionismo, a despecho de anteriores y reiteradas promesas, es la claudicación a un chantaje trufado de exigencias irregulares, sumisiones simbólicas o reales y cláusulas más o menos secretas. Ya cuesta encontrar una verdad, una sola certeza con la que Sánchez haya sido capaz de comprometerse durante un rato de su aún breve presidencia.
Oírlo acusar de mentir a los demás sería un simple y cómico sarcasmo si esa fabulosa exhibición de hipocresía y descaro no representase la verdadera dimensión moral de este mandato. Porque ésa es la esencia del sanchismo: una colección de embustes, ficciones, imposturas y engaños que envuelven la desoladora realidad de un Estado y de unas instituciones arrastradas por el fango.
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