Cada quince o veinte años España descubre Portugal. La última
revelación ha llegado unida a hechos sorprendentes, como el número de
altos cargos mundiales o europeos que detentan portugueses, empezando
por el secretario general de la ONU, el democristiano Antonio Guterres.
Sin olvidar que Portugal está gestionando con mucha mayor eficacia que
España la brutal pandemia del coronavirus.
Ante hechos tan
loables, los españoles miran asombrados a su vecino del oeste, que por
otra parte un año y otro es designado como el destino turístico mundial
preferido. Portugal existe mucho, nos decimos, y ello, además es
favorecido porque ahora entre los dos países ibéricos, tan parecidos
como distintos en tantas cosas, hay autopistas, y pronto el AVE y otras
mejoras.
Pero, con todo, Portugal seguirá siendo para la mayoría de los
españoles lo mismo que en el último medio siglo: no mucho más que un
país cordial, futbolístico, acogedor y tímido, donde veranear es seguro y
barato. Un país al que, en el fondo, tan ridículamente, miramos por
encima del hombro.
Gran error porque es mucho lo que tenemos de aprender
del «país hermano». Pensemos en la unidad nacional, tan querida por los
lusitanos, tan indiscutible. O en su modo laborioso y discreto de estar
en el mundo.
Descubrimos Portugal pero no conocemos su historia,
ni la más elemental. Nada raro si tenemos en cuenta que también
ignoramos la nuestra. Por eso hay quien sigue creyendo que el dictador
Salazar, colega y contemporáneo de Franco, era un general golpista.
Cuando fue un profesor de derecho administrativo, soltero, civil y
ultracatólico y nunca ocupó la jefatura del estado. Al margen de sus
crueldades, que no fueron pocas. Un hombre que, por otra parte, vivió
con gran austeridad y que está enterrado en una humilde tumba de su
aldea natal, cerca de Viseu.
Descubrimos Portugal y vuelve el
silencio. Los españoles viajan al Algarve, a Lisboa, a Oporto o a las
playas de la Beira Litoral, pero no traspasan el avatar turístico y
gastronómico. No les interesa, salvo excepciones. Y Portugal vuelve a su
olvido pese a su cercanía y cordialidad, pese a su nunca correspondido
interés por España. ¡Qué se le va a hacer...!
Tal vez dentro de unos
años veamos, por fin, con claridad, que los dos estados ibéricos
deberían ser solo uno, unido y espléndido. Y que Fernando Pessoa dejará
de ser una estatua delante del café A Brasileira del Chiado lisboeta
para ser alguien leído como se merece. Aunque nunca enteramente porque
Pessoa era infinito. Como la calidad humana de los portugueses.
(*) Escritor
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