“La forma política del
Estado español es la Monarquía parlamentaria”, dice lapidariamente el
artículo 1.3 de la Constitución. No debería, en consecuencia, poderse
poner en cuestión que es así.
Y sin embargo, nos enteramos, por ejemplo, en información de eldiario.es publicada el pasado miércoles, que la amante del Rey Juan
Carlos, Corinna, acompañada del embajador de España en Arabia Saudí, se
había reunido con uno de los príncipes de la Casa Real de aquel país, en
representación del Rey de España, para entablar negociaciones de
naturaleza económica, en las que no queda claro dónde empiezan y acaban
los intereses del Rey y los intereses del país.
Esto no es que sea imposible, sino que es inimaginable
en una Monarquía Parlamentaria. Una reunión del amante de la Reina de
Inglaterra o de la amante del Rey de Bélgica, acompañados del embajador
correspondiente, con un príncipe saudí para hablar de negocios en
representación de cualquiera de ambos monarcas, no es posible ni en una
obra de ficción, porque carecería de la verosimilitud mínima para que
pudiera ser efectiva.
La relevancia de la información
publicada en eldiario.es, así como las informaciones que van
apareciendo en este y otros medios de comunicación sobre las andanzas
del Rey Juan Carlos I y Corinna, no es tanto de naturaleza penal como
constitucional. Se podrá discutir si las conductas que figuran
reflejadas en esas informaciones son constitutivas o no de delito y, si
en el caso de que lo fueran, estarían o no protegidas por el principio
de inviolabilidad del monarca, pero lo que no se puede discutir es que
constitucionalmente son inaceptables, que son incompatibles con el
artículo 1.3 de la Constitución.
Las conductas de las
que estas publicaciones nos informan, que se refieren temporalmente a
los últimos años de la ejecutoria del Rey Juan Carlos I, pero que nadie
duda de que son conductas que se han venido sucediendo a lo largo de
toda ella, se aproximan a la conducta de su abuelo Alfonso XIII y, en
cierta medida, a la de su tatarabuela Isabel II. Son episodios propios
de una Monarquía Constitucional, pero predemocrática, y no de una
Monarquía parlamentaria.
Obviamente estos episodios
no han sido la norma de la conducta del Rey Juan Carlos I. La Monarquía
definida como “parlamentaria” en la Constitución de 1978, no es la
Monarquía definida como “española” en las Constituciones de 1845 y 1876.
Con la Constitución de 1978 la Monarquía ha convivido con el principio
de legitimación democrática formulado en el artículo 1.2 CE. Y con un
principio de legitimación democrática que ha operado como principio
dominante en el sistema político. Desde esta perspectiva, la diferencia
entre la Monarquía “parlamentaria” del 78 y la Monarquía “española” del
45 y del 76 es una diferencia real, no cosmética.
Por
eso hablo de “verdad a medias”. En mi opinión, no cabe duda de que los
elementos propios de la Monarquía parlamentaria han estado presentes
durante el reinado del Rey Juan Carlos I. No cabe duda de que han
estado, además, de manera dominante. Pero no de manera exclusiva y
excluyente. No se ha producido la negación del principio monárquico como
un principio de legitimidad, que es lo que ha ocurrido en todas las
Monarquías parlamentarias sin excepción.
El Estado
Constitucional democrático es compatible con una magistratura de
carácter hereditario en la Jefatura del Estado. No es compatible con un
principio de legitimidad monárquico que haga competencia de manera
subrepticia al principio de legitimidad democrático. Esto es lo
decisivo. La Democracia como forma política no puede tolerar la
existencia de algún principio de legitimidad alternativo al principio
democrático.
Esto es lo que no ha ocurrido nunca en
la historia de España, con la excepción, obviamente, de la Segunda
República. Jamás se ha extendido el poder constituyente del pueblo
español a la institución monárquica. De una manera inequívoca en la
Primera Restauración. Y de una manera “encubierta”, pero también
inequívoca en la Segunda. La Monarquía siempre ha sido previa e
indisponible para el poder constituyente del pueblo español.
En la
Primera Restauración el Título de la Monarquía de la Constitución no se
sometió siquiera a la discusión de las Cortes Constituyentes de 1876. En
la Segunda no se llegó a tanto, pero el Rey Juan Carlos I, que había
jurado lealtad a las Leyes Fundamentales del Régimen del general Franco,
no juró nunca lealtad a la Constitución de 1978. No es ella la que me
ha traído a mí, sino que soy yo el que la ha traído a ella. Con esta
ambigüedad se ha organizado política y jurídicamente la democracia
española.
En España tuvimos una Primera Restauración
acompañada de una fórmula constitucional liberal, predemocrática, que se
podía en cierta medida homologar con lo que ocurría en el
constitucionalismo europeo anterior a la Primera Guerra Mundial, pero
que no podía serlo después de la Gran Guerra. Su incapacidad para
transitar de la Monarquía Constitucional a la Monarquía Parlamentaria la
condenó de manera inexorable. De ahí que, aunque la Monarquía no
desapareciera hasta 1931, desde 1917 no hizo más que vivir en un estado
de agonía.
Hemos tenido una Segunda Restauración acompañada de una
fórmula constitucional democrática, que se puede homologar con lo que
ocurre en el constitucionalismo europeo posterior a la Segunda Guerra
Mundial, pero contaminada por restos del pasado, que vienen en parte de
la vieja “Monarquía Española” y en parte de las Leyes Fundamentales del
Régimen anterior. Los efectos de dicha contaminación han sido tolerables
durante los primeros cuarenta años de vigencia de la Constitución, pero
han dejado de serlo.
Sin un referéndum sobre la
Monarquía no es posible salir de la situación a la que hemos llegado.
Una democracia no puede operar con ambigüedades sobre el principio de
legitimidad en el que descansa su sistema político. Las dudas tienen que
ser despejadas y solamente hay una forma de hacerlo. Argumentar que,
puesto que la Constitución de 1978 fue sometida a referéndum y en ella
figuraba la Monarquía definida como parlamentaria, la Monarquía ya se ha
sometido a referéndum, es una parte de esa verdad a medias en que nos
hemos instalado.
Cuanto más tiempo se tarde en entenderlo, peor.
(*) Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Sevilla
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