Es difícil de entender que la actuación de Marruecos respecto a los derechos humanos y al conflicto del Sahara Occidental no haya movilizado hasta la fecha más que algunos tibios pronunciamientos de la comunidad internacional. La postura de intransigencia de la corte de Rabat a las reglas del juego y la impunidad de la que hace gala generalmente no es un buen ejemplo para la conciencia de los países democráticos, que debieran exigir al unísono la liberación de los territorios ocupados, una superficie equivalente a la totalidad de la geografía legal alauí y uno de los 16 enclaves no autónomos pendientes de descolonización bajo supervisión de las Naciones Unidas, cada día más desautorizada y despojada de contenido y poder.
Si bien objetivamente el reino magrebí parece jugar un papel estratégico relevante ante la primera potencia mundial, Estados Unidos, y la propia Unión Europea, no es menos cierto que la alianza no puede ser a cualquier precio, porque las autoridades marroquíes se han acostumbrado al chantaje institucionalizado para hacer y deshacer lo que le viene en gana con el beneplácito resignado de los organismos multilaterales.
Existe una legitimidad internacional que conviene respetar para no sentar precedentes, y ese marco estima claramente que el Sahara Occidental no pertenece a Marruecos, y menos que su estatus pueda negociarse a través de situaciones de conveniencia tanto para Washington como para Madrid, que comulga con piedras de molino desde su claudicación como administrador de la región en 1975. Rabat nos amenaza con dejar pasar a la inmigración y hacer la vista gorda con el fanatismo islámico, el panarabismo y el narcotráfico y, santas pascuas, consigue seguir adelante con sus actitudes represivas y su desprecio a la verdad sin el más mínimo rubor.
Además, sus demonios, como Argelia, sirven de excusa para construir una siniestra vía de dominación con los otros pueblos vecinos, mientras se presenta como socio preferente de las potencias occidentales, un flaco favor que se le concede interesadamente y que no llevará de ninguna manera a protegernos de Al Qaeda ni de la llegada de pateras a medio y largo plazo, porque esos fenómenos responden a otras cuestiones que tienen más que ver con los desequilibrios de la mundialización y demandan soluciones más complejas.
El rey alauí y comendador de los creyentes, Mohamed VI, se descolgó el pasado domingo con su enésimo y viejo discurso, con motivo del 36 aniversario de la Marcha Verde, para engañarnos de nuevo y asegurar que Marruecos se compromete “a la plena aplicación” de las resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU, con el fin de llegar a una solución política y definitiva negociada del conflicto, y calificar de “innovadoras” (para echarse a temblar) las nuevas propuestas del enviado especial, el estadounidense Christopher Ross.
La coincidencia hace que también se cumpla un año del violento desmantelamiento del campamento de protesta saharaui de Gdaim Izik, otro de los episodios que marcan en el tiempo la realidad de la forma de proceder de un gobierno que previsiblemente no va a dar marcha atrás en su aspiración hegemónica de anexionarse esos territorios ocupados y que mantiene en el exilio en los desiertos argelinos a su legítima población, una vez más burlada por la indiferencia internacional.
(*) Periodista canario
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