Un escándalo de corrupción ha vuelto a sacudir a la corona. Aunque
España enfrenta una crisis sanitaria por el coronavirus, una parte de la
ciudadanía ha mostrado su indignación. El rey Felipe VI debe impulsar
los cambios que permitan decidir su futuro en referéndum.
El
monarca que reinó España durante casi cuatro décadas recibió cien
millones de dólares de Arabia Saudí, los ocultó en paraísos fiscales y
entregó una parte a su amante, según la justicia suiza. Pero el cuento
con final infeliz de Juan Carlos I, con su mezcla de traiciones
amorosas, espionaje y supuestas comisiones, no quedaría completo sin el
drama familiar: su hijo y actual rey, Felipe VI, lo ha repudiado
públicamente al renunciar a una herencia manchada por la sospecha.
El rey reconoce en el comunicado
que difundió el domingo que conocía la existencia de esa fortuna desde
hacía un año. Las preguntas son inevitables: ¿Por qué no lo puso en
conocimiento de las autoridades y la Fiscalía Anticorrupción? ¿Sabe de
otras actividades de su padre u otros miembros de la familia real que
pudieran ser ilícitas? ¿Qué reformas propone para evitar comportamientos
similares?
La estrategia de la Casa
Real, que busca proteger al hijo sacrificando al patriarca de los
Borbón, está condenada al fracaso. Parte de la falsa premisa de que la
crisis monárquica se reduce al comportamiento de un rey descarriado,
cuando los problemas de la institución van mucho más lejos. El paciente
requiere una profunda regeneración para, una vez concluido el proceso,
permitir a los españoles decidir su futuro en un referéndum.
Miles de españoles organizaron el miércoles una cacerolada desde sus balcones
a la misma hora que Felipe VI daba un discurso de ánimo a una nación
confinada en sus casas por la pandemia de coronavirus. La protesta,
organizada a través de las redes sociales, incluía la petición de que
los cien millones de Juan Carlos I sean donados a un sistema sanitario
desbordado por la crisis sanitaria. El rey pudo haber aprovechado su
alocución para confrontar el escándalo real, pero optó por refugiarse en
la opacidad que tanto merma la credibilidad de la institución.
Juan Carlos I actuó durante su reinado con total impunidad gracias a una
mezcla de falta de transparencia, leyes obsoletas que impiden la
persecución de delitos cometidos por los monarcas españoles y una
cultura de pleitesía que llevó a partidos políticos, instituciones y
sociedad en general a mirar a otro lado. El primer paso debería
consistir en levantar el manto de protección en torno al Palacio de la
Zarzuela, la residencia real.
La
reacción tras conocerse el escándalo de la fortuna de Juan Carlos I
muestra lo difícil que será romper viejas costumbres. Los principales
diarios nacionales olvidaron mencionar la información en sus portadas, el congreso rechazó investigarla y el establishment
económico y político, predominantemente cortesano, hizo piña alrededor
de Felipe VI, atribuyendo motivaciones heroicas a su decisión de romper
con su padre. “La dura ejemplaridad del Rey”, titulaba su editorial el periódico ABC, de larga tradición monárquica.
No
hay en la investigación suiza, ni en las informaciones de la prensa
británica, ningún dato que indique que Felipe VI haya cobrado dinero
ilícito. Y, sin embargo, la renuncia a cualquier cantidad que no esté
“en consonancia con la legalidad” solo se dio a conocer después de una exclusiva del diario británico The Telegraph identificándolo como beneficiario de los fondos de su padre.
El
monarca debe colaborar con la justicia activamente para desentrañar la
presunta red de corrupción que tejió su padre y que implica a familiares
que pudieron actuar como testaferros. Las instituciones del Estado
sospechosas de encubrimiento tienen que ser investigadas ante los
indicios de que los servicios secretos fueron utilizados para proteger
la reputación de Juan Carlos I, en lugar de investigar sus
irregularidades.
La consorte
del rey emérito, la aristócrata alemana Corinna zu Sayn-Wittgenstein,
ha anunciado acciones legales en Londres contra su expareja, acusándolo
de utilizar al Centro Nacional de Inteligencia (CNI) para amenazarla en
un intento de silenciarla. La empresaria aseguró en una conversación grabada en Londres en 2015 que actuó como testaferro de Juan Carlos I durante años y ha revelado que tiene cajas llenas de documentos que comprometen a la monarquía.
El
goteo constante de informaciones comprometedoras no puede seguir siendo
desdeñado por la justicia, minimizado por la prensa e ignorado por el
parlamento, enviando el mensaje de que la prioridad es ocultar la
verdad.
La monarquía cumplió un papel
estabilizador después de la dictadura, durante la Transición española, y
tiene el apoyo de los partidos con mayor representación parlamentaria
del país. La institución no es, como demuestran los casos de Holanda,
Noruega o Dinamarca, incompatible con una democracia liberal. Pero para
que lo sea tiene que estar sujeta al escrutinio y la exigencia de
responsabilidades.
Felipe VI llegó al
trono en 2014 prometiendo adaptar la Casa Real a los tiempos, pero el
ímpetu renovador de los inicios se diluyó tras un primer año de cambios
que incluyeron mayor transparencia sobre las cuentas reales, la
publicación de los sueldos de sus miembros y un control sobre los regalos que recibe la familia, que hoy se consideran parte del Patrimonio Nacional. No es suficiente.
Los
cambios, para ser significativos, requieren de una reforma de la
constitución para regular las incompatibilidades del rey en su vida
privada —por ejemplo, sus negocios—, la obligación de que los miembros
de la realeza declaren su patrimonio y el fin del estatus de
inviolabilidad que en la práctica sitúa al rey por encima de la ley. La
reforma, una vez completada, obligaría a la disolución de las Cortes
Generales, la convocatoria de elecciones y un posterior referéndum para
su aprobación, momento en el que los españoles podrían decidir el modelo
de Estado.
Nada de esto será posible
mientras Felipe VI no tome la iniciativa y promueva él mismo los
cambios. Su padre, cuando aún disfrutaba de una popularidad envidiada
por cualquier político, se dirigió a la nación en 2011 y fijó las bases
de una monarquía honrada, responsable y sostenida bajo el principio de
que “la justicia es igual para todos”. Hoy sabemos que se burlaba de
todos los españoles. Si su hijo cumple esa promesa pendiente, habrá
hecho más por preservar el trono que todos los cortesanos que estos días
desean ruidosamente “larga vida al rey”.
(*) Escritor y periodista. Su libro más reciente es El director.
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