España y el Reino Unido inician este mes una importante ronda de
conversaciones sobre el futuro de Gibraltar en el escenario que se
abrirá con el inminente Brexit, y especialmente, con el —esperable—
tratado que regule las relaciones futuras entre europeos y británicos
tras el periodo de transición.
Ante esas eventualidades, nuestro país debe estar preparado para lo
mejor (un acuerdo de máximos), pero también para lo peor (un desacuerdo
que propicie un definitivo Brexit salvaje), y desde luego para lo
intermedio. Y para lo más complejo: cualquiera de esas opciones, pero
mediando desacuerdo entre el Gobierno británico y el Ejecutivo de su
colonia. Sabiendo, además, que dispone de buenas, aunque difíciles,
bazas negociadoras.
Se equivocará Londres si intenta discutir aspectos concretos de la
relación hispano-gibraltareña olvidando que esta es parte de un todo, y
que España forma parte de ese todo inequívoca y lealmente adscrita a la
Unión Europea (UE) de la que Londres se desgaja ahora.
Por razón de principios y de intereses, resulta más conveniente
negociar dentro de las filas de Europa asuntos como la pesca o la
exportación de frutas y verduras tempranas, que involucran a sectores
españoles, pero también de otros socios, que hacerlo en solitario.
Más aún cuanto que las volátiles posiciones británicas podrán oscilar
según cuán irresponsable sea quien las establezca, pero en cambio está
fijado de forma indeleble el derecho de España a vetar cualquier acuerdo
UE-Reino Unido indeseable en lo referente a Gibraltar.
Las específicas relaciones del Peñón con su entorno andaluz (y en
general, español) ya fueron fijadas a finales de 2018 en cuatro
memorandos sobre los temas de mayor fricción: tabaco, ciudadanía,
cooperación policial/aduanera y medio ambiente, quedando por ratificar
un principio de acuerdo sobre fiscalidad. Se trata ahora de adecuarlos,
si conviene, a las nuevas perspectivas.
Pero que el actual Gobierno
británico haya modificado en una línea de mayor dureza las posiciones de
su antecesor —del mismo partido— no significa que eso deba perjudicar a
los intereses de la otra parte, España, que se mantiene sólida y fiable
en sus posiciones.
Ni tampoco debe dañar a los habitantes de la colonia, que en una
inmensa mayoría (95,91%) se manifestó a favor de la permanencia
británica en la UE con ocasión del referéndum sobre el Brexit.
Es correcto que, sin embarcarse en anticuadas cruzadas nacionalistas,
el Gobierno en funciones recuerde que España no renuncia a nada a medio
y largo plazo, tampoco a la soberanía del Peñón. Y aunque el interés
nacional primordial en este asunto consiste en facilitar el flujo de
circulación de personas de un lado y otro de la verja para mejorar su
bienestar económico-social, ese es un interés objetivo, enteramente
compartido por la otra parte.
Con la particularidad de que una asfixia
al Peñón en este y otros múltiples aspectos resultaría menos digerible a
un Reino Unido en situación de aislamiento, precariedad y escasez de
amigos internacionales fiables: no lo son los Estados Unidos de Donald
Trump.
Y todavía menos en caso de amplificarse sus tensiones secesionistas
internas en Escocia e Irlanda del Norte. ¿Acaso los gibraltareños no
pueden priorizar su relación con la Europa continental a la que
pertenecen sobre sus lazos vétero-coloniales con una metrópoli
solitaria?
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