ALMERÍA.- Hubo un tiempo en que había pobres auténticos, familias pobres
que no tenían ninguna paga del Gobierno ni más ayuda que la que
recibían de las almas generosas y en las fechas señaladas de las
campañas que promovían los comercios y la beneficiencia. Muchas eran familias numerosas
que compartían casas tan pobres como ellas en la periferia y que cada
vez que caía una tormenta corrían el riesgo de quedarse sin techo, recuerda hoy La Voz de Almería.
No había ninguna crisis reconocida, ni radiada por las emisoras,ni escrita en la prensa, ni difundida por los reportajes de NO-DO
que veíamos los domingos en el cine antes de que empezaran las
películas. No habíamos oido hablar nunca de recesión, pero había pobres
por todos los barrios, pobres con nombres y apellidos que asumían su pobreza de por vida y la ejercían como una profesión y como un destino.
A mi barrio venían los pobres una vez a la semana con sus sacos vacíos en busca del pan que sobraba en las casas y de la ropa usada que se iba quedando pequeña. A veces eran familias enteras las que salían a mendigar:
los padres que tiraban de algún viejo carro cargado de trastos, los
niños mugrientos vestidos con harapos que pedían y lloraban a la vez, y
hasta los perros que traían atados con cuerdas moviendo el rabo
agradecidos cuando alguien les daba una limosna.
Para Navidad
se organizaban grandes campañas en toda la ciudad, que rodeadas de un
efecto propagandístico bien calculado, llevaba comida por los barrios
más deprimidos.
En los años cincuenta, en tiempos de don Ramón Castilla de Gobernador y del Obispo don Alfonso Ródenas,
ellos mismos se encargaban de llevar las ayudas por los distritos de la
capital y al día siguiente aparecían en las mejores fotos del
periódico. La generosidad tenía muy buena prensa y para fomentarla se
hacían llamamientos a comerciantes y empresarios de Almería para que hicieran sus aportaciones.
A cambio, sus nombres aparecían también en una lista que se publicaba en el Yugo,
en la que se especificaba con detalle la cantidad que cada uno había
puesto. Como eran conductas a imitar, si el propietario del Café Colón,
por poner un ejemplo, donaba doscientas pesetas, no tardaban en
aparecer en escena los dueños de otras cafeterías del centro para
demostrar también su caridad.
El objetivo más importante en Navidad era que los pobres no se quedaran sin su comida, al menos en Nochebuena,
y para ello se iban acumulando grandes cantidades de alimentos que con
sus limpias manos distribuían en bolsas las muchachas de la Sección Femenina. Después llegaban los camiones para llevar la comida por los siete distritos en los que se dividía la ciudad.
No
todos los necesitados tenían derecho a una de aquellas bolsas, para
poder aspirar a la comida tenían que formar parte de un padrón de pobres
que a lo largo del año se iba elaborando parroquia a parroquia. Nadie
sabía más de pobres que los curas de barrio que eran los que conocían
mejor el problema porque tenían que convivir con él a diario.
Don Marino, el párroco de San Roque,
procuraba que ninguna familia se quedara sin su ración, y a la vez que
la picaresca no hiciera estragos durante el reparto, por lo que
colocaba a sus monjas del Amor de Dios a que vigilaran para que ningún pillo pasara dos veces.
Para la Navidad de 1953 llegó un envío inesperado a la ciudad, dos mil quinientas bolsas llenas de alimentos
que fueron el regalo con el que el generoso gobierno americano obsequió
a los pobres de Almería. Las bolsas iban bien cargadas de azúcar, de
arroz, de judías, de leche vaporizada y de latas de carne en conserva.
La
distribución comenzó el 30 de diciembre y fueron los responsables de
Auxilio Social los que se encargaron de su reparto, en colaboración con
los sacerdotes de cada parroquia. Todas las familias de los niños
acogidos en los hogares tuvieron su bolsa correspondiente.
Los niños pobres hijos de marineros también se beneficiaban de los regalos que la Cofradía de Pescadores y las autoridades de Marina les hacían cuando llegaba el día de la Virgen del Carmen, que para ellos eran fechas más importantes incluso que la Feria de Almería.
Se les entregaba comida, talegas llenas de ropa, y a los ancianos y los
que por estar inválidos ya no podían ejercer la profesión del mar, les
daban alimentos y donativos, que en alguna ocasión llegó a alcanzar los
treinta duros por cabeza.
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