ALMERÍA.- Ahora que los almerienses están a punto de elegir al alcalde número 58 de su ciudad
desde 1820 –uno arriba, uno abajo- para los próximos cuatro años, es
inevitable caer en la cuenta de que, tras pasar el índice por el poso de
la historia, tras el tiempo gastado en repasar legajos y periódicos
amarillos, en escuchar las voces evocadoras de ancianos de Almería
cincelando cantares de gesta de tal o cual regidor, en el anaquel de la
posteridad no parece que transciendan tanto las siglas ni las palabras,
sino la personalidad y la huella de los hechos, evoca La Voz de Almería.
Y muchos de aquellos
gobernantes municipales -de esa Almería que fue durante mucho tiempo no
más que un poblachón meridional con el mar como vía de escape-
fueron mejores cuanto más escucharon, cuanto más se corrigieron a sí
mismos, cuanto menos apego tuvieron al escaño presidencial de la Plaza
Vieja.
De todo eso fue arquetipo Eduardo Pérez Ibáñez, el que está considerado por muchos, en el ranking oficioso de la memoria colectiva de la ciudad - todo eso que se transmite de padres a hijos de generación en generación y no se sabe por qué razón perdura- como el mejor alcalde de Almería.
Fue regidor en dos periodos, en los años 1907 y
1909, y hubo dos ejemplos palmarios del afecto que se le tributó: uno
fue un banquete de homenaje en el Teatro Variedades al que
asistieron 400 personas y otras tantas que se quedaron en la puerta sin
poder entrar por aforo completo, a pesar de que el cubierto costaba 35
pesetas, que era lo que ganaba entonces un jornalero al mes; otro, fue
su muerte y sepelio en 1917: citan las crónicas de la época que fue el
entierro más populoso de todos los que se recordaban hasta entonces en
la ciudad, tanto que era imposible caminar por las inmediaciones de la
casa familiar de la que salió el féretro, en la calle Cid, junto a la Catedral.
Eduardo Pérez Ibáñez nació en Almería en 1845, y era hijo de Antonio Pérez Díaz, un abogado y funcionario que redactó las primeras ordenanzas municipales de la ciudad. Tuvo cuatro hermanos, Carmen, Antonio, Matilde y Emilio, éste último el mismo que da nombre a la Plaza Circular y que construyó el palacete del Paseo, con diseño de Enrique López Rull, que después fue Casino y ahora sede de la Delegación del Gobierno de la Junta.
Eduardo Pérez se licenció en Medicina y Cirugía en Cádiz y durante su época estudiantil fue un gran aficionado a los toros, llegando a participar de banderillero en novilladas como la de 1864 con el mote en los carteles de ‘Carita de Almería’.
Fue médico tocoginecólogo en el Hospital Provincial, de la Beneficencia, de la Junta Tuberculosa y de la Plaza de Toros y contribuyó con ahínco a la mejora de los servicios sanitarios. Su bisnieta María contaba de él que costeó, junto con su compañero el doctor Spreafico, la primera sala de operaciones de esta institución. Fue también director de Sanidad del Puerto y el primer presidente del Colegio de Médicos de Almería.
Fue el primer galeno que practicó en Almería una cesárea, según el investigador Porfirio Marín, y en el periódico La Independencia se cita que en el Cementerio de San José realizó en 1914 el primer embalsamamiento de un cadáver, el del súbdito alemán Gustavo Eickhoff, que fue trasladado desde Almería a Bielefeld (Alemania) a instancia del empresario Calos Bahlsen. Fue también relevante, el papel de este médico y alcalde, en la erradicación de la epidemia de cólera que diezmó Almería en 1885, desalojando casas, quemando arrobas de azufre en los domicilios infectados.
Pero donde más brilló este almeriense, perpetuado en la calle que une la calle Real con la Catedral, fue en su obsesión como alcalde por adoquinar la ciudad. Fue quien tuvo la feliz idea de pactar con los Señores de la uva, que se negaban a pagar al Ayuntamiento un arbitrio de cinco céntimos por barril exportado, que se destinara esa controvertida tasa a mejoras de la ciudad. Y así, con ese dineral, se constituyó la Tienda Asilo, una institución benéfica que evitó hambre y penuria en aquella lejana Almería de carros de mulas.
También con ese dispendio se convirtió la
parte baja del Paseo del Príncipe en un Bulevar, con adoquinado hasta la calle Reina Regente y con el derribo del almacén portuario de Morrison, abriendo una nueva vía hacia el mar, y facilitando la edificación de suntuosos edificios en la Puerta Purchena, como la Casa de las Mariposas, o el del Río de la Plata.
Eduardo Pérez fue, como hijo de su época, un político de turno, jefe del Partido Conservador, primero con Cánovas del Castillo y después con Maura y Silvela. Pero, por encima de todo, a tenor de sus contemporáneos, fue un almeriense que siempre quiso salir por piernas de la alcaldía, “para la que no estoy hecho”, decía.
En las elecciones a concejales de 1909, alguno de sus contrincantes políticos liberales y republicanos, que se reunían en el Diván Modesto, decidieron no presentar candidatos en algunos distritos para no entorpecer la reelección de Pérez Ibáñez.
Cuando en la prensa de la época, un pariente suyo, Carlos Bordiú, abrió un debate en el que le reprochaba que solo se centraba en el adecentamiento de la parte nueva de la ciudad, es decir de la Calle Las Tiendas hacia el Paseo, descuidando la Almería primitiva del Oeste, desde la Calle de la Reina, Eduardo le agradeció públicamente que le hubiera advertido –“quien te quiere, te corrige”- y abrió una campaña de contratación de obreros para empedrar la Almedina, la antigua Rambla de Goldman y la calle Pescadores. “Con fe, se trasladan las montañas”, escribió cuando terminó.
El Círculo Mercantil, a través de una Junta General Extraordinaria de 1909, acordó por unanimidad enviar una instancia al ministro de la Gobernación solicitando la ratificación, mediante Real Orden, de don Eduardo Pérez Ibáñez como alcalde por distintos méritos como “la pavimentación con asfalto en un año y medio de 27 calles de la ciudad, la reforma de farolas, la instalación de diez urinarios y el embellecimiento del Cementerio”.
Al poco tiempo de dejar la alcaldía, quedó viudo de Adela Cano Benítez, con la que había tenidos dos hijos -Eduardo, médico como él, y Antonio, militar artillero- y se sumió en la melancolía, a pesar de que no paraban de llegarle reconocimientos como la Gran Cruz de Isabel la Católica y aquel banquete que rebasó todas las previsiones. Una comisión de socios del Casino, encabezada por su presidente José Molero, le regaló en 1910 un álbum forrado con tapas en piel de Rusia y hojas estampadas con las firmas de los 300 socios, “en homenaje de gratitud por sus altas dotes y virtudes”.
Tras su fallecimiento y funeral, cuyo cortejo lo iban abriendo el obispo Casanova, su sobrino y alcalde Francisco Pérez Cordero y sus queridos niños del Hospicio con velas encendidas y silencio sepulcral, a petición del concejal Francisco Roda Spencer, la Corporación Municipal acordó declararlo Hijo Predilecto de la Ciudad y le dio su nombre y apellidos a la vieja calle del Cid, donde estuvo su hogar hasta el final de sus días.
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