Andalucismo
es la palabra de la semana del Día de Andalucía. La derecha proclama un
andalucismo desacostumbrado que tilda de moderno, y la izquierda se
revuelve reclamándolo como suyo. ¿Habrá algo menos andaluz que esto?
Ciertamente en 1977 y 1981 la derecha boicoteó el andalucismo, y todavía
después, ejerció un andalucismo más o menos vergonzante mientras la
izquierda daba la batalla.
Eso sucedió hace cuarenta años. Los tiempos
cambian, incluso una barbaridad como cantaba Don Hilarión en La verbena de la Paloma.
También la izquierda de entonces era marxista y ahora no….
Parafraseando a aquel pensador francés, “si después de cuarenta años
pensando sigues pensando lo mismo, es que no has pensado”. Ni la
izquierda ni la derecha son lo que eran… afortunadamente.
El andalucismo, se dice, es una ideología y además de
izquierda. Sí, ciertamente existe ese viejo andalucismo ideológico, que
ahora puede defender el sector anticapi de Podemos,
pero ese andalucismo, con hechuras de nacionalismo, no puede ser la
coartada para patrimonializar Andalucía.
El detestable espectáculo en
Cataluña de buenos y malos catalanes, de autoridades dictando quién es o
quién no, arrogándose el derecho a extender certificados de
autenticidad como catalanes, debería servir de lección. Esa clase de
nacionalismo difícilmente representa a Andalucía, y no por casualidad
carece aquí de representación. Alguna lección debería proporcionar.
Existe otro andalucismo que no es una ideología sino un
ideario, como existe el europeísmo. La actual derecha ha decidido
disputar ese andalucismo, o al menos disputar que sea una bandera de la
izquierda y no de todos. Es lo que debe hacer, aunque Juanma Moreno aún
va a tener que animar a parte de su partido a asimilar bien esa idea.
Y
la izquierda va a tener que dejar de hablar de los años setenta para
disputar el andalucismo del siglo XXI, no peleando por anhelos de hace
40 años sino por garantizar mejor los derechos de hoy en día. De hecho,
los socialistas son responsables de grandes progresos después de tres
décadas largas en el poder, pero exactamente por la misma razón son
responsables de muchos lastres. Desde la oposición van a tener que
reformular necesariamente su discurso.
Se intuye, de hecho, una ironía adversa para el PSOE: si
Sánchez cede privilegios a Cataluña, estará atacando precisamente
aquello por lo que Andalucía luchaba en 1980; y aún puede empeorar la
cosa si Moncloa además ningunea o maltrata al Gobierno andaluz por ser
del PP, y ya van varios desdenes al que se suma su viaje a La Rioja para
demostrar que no sólo se va a Cataluña pero sin haber respondido aún
ninguna de las tres cartas del presidente andaluz pidiéndole una
reunión. El cambio de papeles estrecha el margen para la estrategia del
PSOE.
De cualquier modo, el andalucismo es de todos. Un
andalucismo genuino no puede ser excluyente, o no debería. Ya se sabe,
“por Andalucía, España y la Humanidad”. Es mal síntoma que algunos
cuestionen que los otros puedan tener su propio andalucismo, aunque no
sea el mismo modo de entender éste. Para Andalucía no puede existir un
pensamiento único, o un andalucismo único. Al andalucismo siempre hay que dar la bienvenida a quienquiera que se sume… o no será andalucismo.
Las medallas son, desde hace
décadas, parte del ritual del 28-F para reconocer el talento de la
tierra. Es un buen punto de partida: se necesita talento y se necesita
que éste sea reconocido por la sociedad. Siempre es un espectáculo
alentador, y este año además la gala ha ganado ligereza.
Siempre, claro, habrá algo de polémica. Tal vez alguno de
los homenajeados en 2020 no te guste, como podía suceder en 2018, o en
2007 o en 1996, o en 1985. Siempre podrá gustarte menos aquel
banderillero, esta escritora o ese empresario; o pensar que había otro
banderillero, otra escritora u otro empresario mejor. No pasa nada. El
caso es que siempre se ha premiado el talento, y eso es bueno. ¿O
alguien puede sostener realmente que alguno de los premios es injusto?
Siempre se dirá que tal era afín o que tal era cuota, pero difícilmente
negar su talento. De hecho, siempre hay algo miserable en esas
rencillas.
Como dijo algún olímpico del pasado, las medallas no
están hechas de oro sino de sudor. No hay un sólo premiado al que se la
hayan regalado. Como decía aquel viejo y modesto aforista argentino,
Narosky, un éxito inmerecido viene a ser como quien se encuentra una
medalla… pero en las Medallas de Andalucía nadie tiene ésta como si se
la hubiera encontrado abandonada en un contenedor o perdida en un
parque.
Vale, quizá haya demasiado flamenco y poco rock, demasiado cine y
poca filosofía, demasiada ciencia por descubrir… como sucede en
cualquier ranking, no digamos el Nobel sin ir más lejos. Pero no sobra
nadie. Andar regateando méritos está feo. Al revés, hay que celebrar el
talento y hacer meritocracia. Y además en vida. Si hay algo reprochable
es tener que dar algunas, como a Chiquito o a Camarón, a título póstumo.
Los honores en vida, como decía el maestro Manuel Alcántara, o ya solo
son pompas fúnebres.
La derecha, como categoría,
al igual que la izquierda, puede ser inevitable pero siempre es
reduccionista. ¿Es igual Ada Colau que Felipe González? ¿Es igual Ortega
Smtih que Francisco de la Torre, alcalde de Málaga? Esas categorías se
suelen usar como brochazos, sin trazo fino. Y por eso las enmiendas a la
totalidad tipo la “derecha no...” o “la izquierda no…” casi siempre son
una generalización tramposa. Es lo que sucede al negar a la derecha su
derecho a su propio andalucismo.
Claro que tan cierto es eso como que la
derecha gobernante en Andalucía tiene, en este debate, un lastre: la
extrema derecha. Vox sí que es hostil al andalucismo por ser hostil al
autonomismo, toda vez que en sus guerras culturales imponen un discurso
nacional que ningunea las identidades territoriales incurriendo en uno
de esos dogmatismos típicos de las ideologías extremistas.
Y aunque el
Gobierno andaluz del cambio vaya sorteando la presión de Vox con
equilibrios –es falso que se haya aprobado el pin parental o que se haya
quitado el teléfono de violencia de género, pero es cierto que estos
marcos han entrado en la conversación pública– Vox no deja de estar ahí
con sus mantras y sus fetiches retóricos. Es el elefante en la
habitación. En esa habitación llamada salón de plenos del Parlamento.
(*) Periodista andaluz
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