Para empezar, bastaría con reducir el elevadísimo número de disposiciones legislativas. Estudios recientes indican que España ha aprobado cerca de medio millón de normas desde que comenzó la democracia y que la tendencia es creciente. Recomiendo los trabajos de Juan S. Mora Sanguinetti, cuyas conclusiones hablan por sí mismas: «El aumento del 1 % en el volumen de regulación provocaría un descenso del 0,05 % del número de empresas».
Consecuencia de lo anterior es nuestro pecado capital en la elaboración normativa: su deficiente calidad. Se dice que existen 100.000 leyes en vigor en nuestro país. Según un informe de la CEOE, en 2023 se aprobaron 3 cada día. Si Montesquieu nos advirtió de que las leyes inútiles debilitan las necesarias, a la vista de los datos cabe preguntarse qué proporción de unas y otras hay en España.
La polarización y el populismo también han perjudicado la calidad normativa. El predominio de las emociones y las prisas en la política, en detrimento de las formas y los procedimientos, son algunos de los estragos del primero. Respecto de la polarización, al moverse los partidos hacia los extremos, la búsqueda de amplios consensos ha caído en desgracia, de forma que el interés general queda diluido en la confrontación.
Ahora hemos sabido que el Gobierno desea prescindir aún más del consenso neutralizando, además de a la oposición, a la industria. En diciembre, registró en el Congreso un Proyecto de Ley Orgánica de representación paritaria de mujeres y hombres. La semana pasada se publicó en el Boletín de las Cortes que PSOE y Sumar han presentado una enmienda conjunta para eludir el trámite de consulta pública durante la elaboración de leyes por parte de los ministerios.
Al restringir la voz de la industria en la elaboración de normas, se agiliza su proceso de aprobación, pero a costa de perjudicar la calidad de las mismas y, por tanto, el interés general.
La reforma es sencilla: hasta hoy se exige que los anteproyectos se sometan a consulta pública para dar a las empresas y ciudadanos afectados una oportunidad de expresar su opinión. Pero se permite que el gobierno se salte excepcionalmente este fastidioso trámite cuando se trate de disposiciones presupuestarias u organizativas sin importancia. Lo que se propone ahora es que esa excepción sirva para cualquier proyecto de ley.
La clave, por tanto, consiste en hacer de la excepción norma general, que es como hacer de la necesidad virtud.
Tres elementos son importantes aquí: el propósito de la norma, su forma de presentación y su momento de presentación. En primer lugar, nos dirán que es una previsión necesaria para casos excepcionales y que, de todos modos, para que una ley no sea consultada a la industria se habrá de demostrar el cumplimiento de ciertos requisitos.
Pero nuestra experiencia nos dice que esta propuesta no aspira a sanear los resortes de la democracia, sino a lo contrario. Se recurrirá a la excepción tantas veces como haga falta, igual que se recurre constante e injustificadamente al Real Decreto-ley para sustraer al Legislativo la potestad de legislar.
Segundo, respecto de la forma, una Ley de Paridad no es la norma adecuada para reformar el procedimiento legislativo. Además, que esta enmienda sea presentada por los partidos del gobierno en el Congreso también invita a la sospecha. Más que una concesión generosa del Parlamento al Gobierno, parece que es el mismo Gobierno el que se está sirviendo de sus compañeros de partido para enmascarar un acrecentamiento de su propio poder.
Tercero: como son los grupos parlamentarios los que han presentado la enmienda, paradójicamente se ha sustraído a los ciudadanos y las empresas la posibilidad de oponerse a esta propuesta legislativa en el trámite de consulta, que está previsto en un paso anterior.
En sociedades como la nuestra, en las que es preciso regular fenómenos crecientemente complejos y globales, ya no es posible gobernar en solitario. España llegó tarde a la democracia y su sistema de colaboración público-privada todavía adolece de una considerable inmadurez.
La participación, bajo los principios de transparencia, de las empresas y los ciudadanos en la elaboración de políticas públicas es un signo inconfundible de calidad democrática al que no se debe renunciar.
Hablaba antes de un margen factible de mejora para evitar caer en quimeras. No aspiro a que, de la noche a la mañana, los partidos dejen a un lado sus rencores y diferencias para legislar con la mirada puesta en el interés común. Pero en este caso ni siquiera hace falta: como ven, basta con aprobar menos leyes y consultar a quienes saben para lograr progresos notables —o evitar fracasos adicionales.
Legislamos cada vez más, con menos consenso y peor. Lo que necesitamos es precisamente lo contrario: menos cantidad y más calidad. Menos salchichas —que me disculpen los alemanes— todos los días y más solomillo de vez en cuando.
En cambio, con esta propuesta se persiste en la tendencia de los últimos años, una práctica que nos arrastra poco a poco hacia la condena enunciada por Tácito en sus Anales: «Cuanto más corrupto es el Estado, más numerosas son las leyes».
(*) Jurista
https://theobjective.com/elsubjetivo/opinion/2024-05-17/leyes-como-salchichas-supresion-consulta/
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