En un país en el que la mayoría de nosotros pasa el
día contando muertos y leyendo cifras de parados resulta difícil que
alguien pueda encontrar un sentido a todo esto. De repente, un minúsculo
bicho lo ha arrasado todo. Los planes, los sueños, las promesas, las
previsiones económicas, los relatos... y hasta los tableros de ajedrez
sobre los que se proyectaban las grandes estrategias políticas. Esto ya
no va de salvar a ningún rey, sino de parar la muerte y evitar que la
pandemia nos deje un país irreconocible en todos los sentidos.
Que
la vida nunca será igual, ya lo sabemos. Cambiarán nuestras
prioridades, nuestros sueños y nuestros desvelos. ¿Quién no ha pensado a
estas alturas qué será lo primero que haga cuando se levante el
confinamiento? El primer abrazo, la primera visita, el primer paseo, el
primer viaje, la primera caricia… Ya no hay grandes propósitos. Lo
pequeño, de repente, será grande e irrepetible.
Porque todos, los 47
millones de españoles confinados, somos hoy seres heridos por el drama
colectivo y a la vez también marcados por nuestros demonios más íntimos.
Por las mentiras, por los secretos, por las promesas incumplidas y por
los autoengaños. Y a los que solo nos podrán salvar esos lazos
invisibles que nos conectan con los demás y nos reconcilian con el mundo
más allá de nuestro entorno más cercano.
En toda
crisis aparece lo mejor y lo peor de cada uno. Lo mejor, sin duda, es la
entrega de los profesionales sanitarios, pero también el ejemplo de una
sociedad que, acostumbrada a vivir en la calle, en las terrazas y en
los bares, ha aceptado con una resignación ejemplar las medidas
impuestas por el estado de alarma.
Que no se escatime tampoco un solo
elogio a quienes desde la empresa privada, con donaciones o aviones de
mercancías, colaboran en la repatriación de miles de españoles que andan
por el mundo o en el traslado de material sanitario para los
hospitales. Haberlos haylos y es de justicia también reconocerlo.
El peor espectáculo quizá es el bochorno que producen
algunos representantes públicos. Por lo que dicen o por lo que callan.
Por lo que hacen o por lo que no hacen. Por lo que cuentan o por lo que
esconden. Habrá quien, desde el púlpito del sofá de su casa, culpe de
todo al Gobierno y asienta cuando escuche a la iracunda oposición atizar
a Pedro Sánchez desde la mañana a la noche. Está en su derecho de
hacerlo. Cada uno es libre en su opiniones y, cada cuatro años, puede
ajustar cuentas con quien quiera.
Otra cosa es que se imputen intereses
espurios, se atribuya cualquier decisión a una "agenda comunista" oculta
o se censure en el contrario lo que se calla de los propios. Y este es
el caso del PP de Pablo Casado, de García Egea y de Álvarez de Toledo.
De un PP, en definitiva, echado al monte que, en los peores momentos de
la crisis, amenaza con no apoyar los últimos decretos del Gobierno sobre
el cierre de la actividad no esencial y le acusa de mentir y ocultar
información a los españoles.
Pedro Sánchez ha cometido
errores como todos los jefes de gobierno, seguro. Debió, sin duda,
hablar con la oposición y con las Comunidades Autónomas antes de
anunciar una medida que unas horas antes rechazaba de plano. Se parapetó
en el criterio de los técnicos para no tomar decisiones que algunos
gobiernos regionales llevaban días demandando con urgencia para
encapsular los focos de contagio; provocó una salida masiva de
ciudadanos al anunciar con 24 horas de antelación el confinamiento; le
colaron una partida de test rápidos ineficaces porque el mercado se ha
convertido en una jungla intransitable para todos los gobiernos…
Pero de
ahí a acusarle de abandonar a su suerte a los profesionales sanitarios
como hizo el presidente del PP el viernes pasado o reprocharle una
decisión como la paralización de la economía, que él mismo demandaba
hace tan solo una semana, es sencillamente inaceptable desde el punto de
vista de la decencia política.
Ni era tan sencillo
comprar material sanitario como han podido comprobar ellos mismos, los
gobiernos populares de Madrid y Castilla y León, ni paralizar las
actividad económica no esencial va contra la línea de lo que hizo la
vecina Italia. Pero Casado denuncia impertérrito: "Esto es imperdonable
porque cada hora de retraso son enfermos sin respiradores y médicos
expuestos al contagio".
Y añade que el presidente del Gobierno ha dejado
abandonados "a su suerte" a los sanitarios, trabajando sin mascarillas
ni equipos de protección. "No podemos estar cada noche pendientes del
móvil para saber su parte de bajas", señaló. Que se lo digan a los
responsables de los servicios sanitarios madrileños, que aún esperan la
llegada de los dos aviones que Ayuso envío a China en busca de un
material que sigue sin llegar. Hasta Feijóo exculpó a Sánchez el domingo
ante todos los presidentes autonómicos por la escasez de suministros
hospitalarios.
Ni Sánchez ha hecho todo bien ni Ayuso,
todo mal. Todos y cada uno de los presidentes ha actuado, seguro,
pensando en lo mejor para los ciudadanos. No habrá uno solo, del PSOE,
del PP, del PNV o de JxCATque no se haya dejado la piel y media vida de
sueño en intentar salvar vidas. Y quien diga lo contrario o pretenda que
alguna de sus actuaciones sean juzgadas cuando pase el tiempo por un
tribunal es que ha perdido la cabeza o no merece el puesto de
representación que ostenta.
Casado -de Vox, mejor no hablar- debería
hacérselo mirar. Ni los suyos le siguen en su huida hacia delante. Y lo
peor es que cuando nos despertemos, igual que el dinosaurio en el cuento
de Monterroso, Casado seguirá ahí. O no.
Se verá. Esta crisis puede que
se lleve por delante al Gobierno, pero igual también acaba para siempre
con esta irresponsable forma de hacer oposición; porque Casado está hoy
también marcado, como todos los españoles, por sus demonios más
íntimos, que en su caso tienen que ver con que Vox no le sustituya como
partido hegemónico de la derecha.
(*) Periodista
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