Si nada lo remedia, el próximo 29 de marzo de 2019 Reino Unido abandonará la Unión Europea,
en lo que supone un hecho sin precedentes porque nunca antes un país
miembro dejó de pertenecer al proyecto comunitario. Hemos descubierto
que el proyecto europeo no es irreversible. Por encima de cualquier otra
consideración, el Brexit es un error de dimensiones históricas, que
está marcando ya el momento actual de la UE y cuyas consecuencias vamos a
pagar tanto europeos como británicos.
Es un hecho innegable que la sociedad británica fue intoxicada con
numerosas campañas de desinformación, propaganda y noticias falsas. Cómo
no acordarse por ejemplo de aquella tramposa promesa de campaña de
devolver 350 millones de libras a la semana (unos 400 millones de euros)
al sistema nacional de Salud una vez concretado el Brexit. Pero hay
también otra lectura de los acontecimientos, la que revela que los
europeístas no hicimos lo suficiente para evitar el Brexit. Ya fuera por
ingenuidad o por cualquier otro motivo, nuestro silencio ante las
mentiras de los brexiteros fue también nuestra condena.
Pero dicho esto, no podemos olvidar que, además del Brexit que lo
condiciona todo, Europa se enfrenta en estos momentos a varios desafíos
de enorme envergadura. La crisis migratoria y de refugiados, aunque
ahora ocupe menos espacio en los informativos, sigue muy presente en los
países del Este y del Sur europeo. Las secuelas de la crisis económica y
social todavía se sienten en muchos países de Europa y en muchos
segmentos sociales porque esa crisis, no debemos olvidarlo, arruinó a
millones de familias y debilitó nuestro modelo de bienestar social.
Como no pensar, también, en los efectos colaterales de la
globalización, que ha dejado a miles de trabajadores en los márgenes del
progreso, sin capacidad ni de reciclarse ni de reincorporarse al
mercado laboral. Afrontamos además amenazas constantes como el
terrorismo, que ha generado miedo e inseguridad en los europeos, y
problemas a corto, medio y largo plazo como el cambio climático. Todo
esto ocurre además en el contexto de un nuevo escenario mundial que es
cada vez más incierto, más inseguro, más complejo por la multiplicación
de los actores influyentes, y en el que los europeos estamos cada vez
más solos y con menos aliados.
Ante todos estos problemas, el Día de Europa es sin duda una buena
oportunidad para reflexionar. La falta de ambición política en los
últimos tiempos, tanto de la UE como de los países miembros, ha tenido
dos graves consecuencias. La primera de ellas ha sido la desafección de
una parte muy importante de la sociedad con las instituciones públicas y
los partidos políticos. La segunda y más peligrosa, la aparición del
entorno social propicio para el regreso de los movimientos
nacional-populistas, extremistas y radicales, los mismos que habían
estado en cuarentena democrática desde la derrota del nazismo y del
fascismo.
75 años después de acabado el horror de la Segunda Guerra Mundial, el
nacional-populismo vuelve a ser, por terrible y anacrónico que parezca,
la mayor amenaza para la paz, la libertad y la democracia en Europa, y
por tanto, para su futuro. No se trata solo de los 17 millones de
británicos que votaron por el Brexit en 2016 o los 10 millones de
franceses que votaron por el extremismo de Marine Le Pen el año pasado.
Son también los 5 millones y medio de alemanes que han vuelto a sentar
(y como tercera fuerza política) a la extrema derecha en el Bundestag
Alemán. Algo que no ocurría desde los tiempos de Hitler. En España, los
nacional-populistas han convencido a la mitad del pueblo catalán para
votar en contra de la otra mitad.
El nacional-populismo es un virus de la democracia, que todo lo
envenena y todo lo mata. Su arraigo en algunos países europeos amenaza
al conjunto del proyecto de la UE. El próximo objetivo serán las
elecciones europeas de mayo de 2019. Y si no le ponemos remedio, podemos
tener el primer Parlamento Europeo de la historia dominado por
antieuropeos, algo que podría ser el principio del fin de la Unión
Europea.
Frenar al nacional-populismo exige abordar de manera urgente los
grandes desafíos a los que nos enfrentamos en estos momentos. Exige,
fundamentalmente, articular una respuesta política a los efectos de la
globalización; reformar la arquitectura de la zona euro; hacer realidad
el pilar social de la Unión; abordar la transformación digital del
continente; reformular la política exterior y de seguridad común;
reforzar la democracia europea; y prepararnos para las crisis que están
por venir, desde las guerras comerciales hasta la crisis climática,
energética o demográfica.
Frenar al nacional-populismo exige
responsabilidad y altura de miras. El escenario no es alentador, pero
bajar los brazos no es una opción. Nunca debe serlo. Europa debe luchar
por su propia supervivencia con todos los instrumentos de la democracia y
el Estado de derecho. Ni uno más, pero tampoco ni uno menos.
Hoy más que nunca debemos recordar que nuestra prosperidad y
bienestar dependen de la paz y la estabilidad de Europa. Y que si el
proyecto europeo desaparece, la democracia y la libertad acabarían
también desapareciendo con ella. Nos estamos jugando que el próximo
Parlamento Europeo sea o no un parlamento de mayoría antieuropea. El
debate de la campaña electoral que viene, menos de dos meses después del
Brexit, va a ser “Europa sí, Europa no”. Tenemos un año para ganar.
(*) Portavoz del PP en el Parlamento Europeo y vicepresidente del grupo PPE en el PE
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