La
oligarquía tecnológica milmillonaria ha decidido dar la cara. En la
foto se les ve a algunos de ellos, sentados en primera fila de la
Rotonda del Capitolio de Washington: Elon Musk (X y Tesla, entre otras), Mark Zuckerberg (Meta) y Jeff Bezos (Amazon y The Washington Post), Peter Thiel.
Han encontrado, en Donald Trump y
su movimiento MAGA (“Make America Great Again”), la respuesta a la
inquietante pregunta relativa a cómo sobrevivir a la catástrofe social y
ecológica que se avecina. Sabemos por Douglas Rushkoff y su importante libro “La supervivencia de los más ricos” (Capitán Swing, 2023) que los milmillonarios tecnológicos llevan ya tiempo con esa pregunta y con fantasías escapistas.
Solamente conciben como proyecto de futuro la opción de dejarnos a todos atrás. La humanidad es un estorbo. Pues en ella viven todos esos residuos y desperdicios humanos contra quienes han apuntado las primeras medidas de gobierno de Donald Trump: migrantes, mujeres, agendas ecológicas, pobres.
El sociólogo Zygmunt Bauman tuvo
el mérito de dar la señal de alarma sobre el significado político de
las “Vidas Desperdiciadas” (Paidós, 2005). No es nuevo el diagnóstico de
que la modernidad genera continuamente parias (desempleados,
desheredados, migrantes, refugiados y otras desviaciones sociales).
La
novedad, escribió Z. Bauman, es que estamos asistiendo a una aguda
crisis de la industria de eliminación de residuos humanos. Y su
presencia es cada vez más molesta.
En
otros momentos de la Historia, se ha encontrado para las poblaciones
superfluas un vertedero propicio, con su planta anexa de gestión y
tratamiento de residuos humanos, gracias a las expansiones coloniales y
las conquistas imperialistas. Pero hoy no quedan lugares en el planeta
para ubicar los nuevos vertederos que requieren las oleadas crecientes
de parias. No hay ya donde colocarlos.
Antes de que la Humanidad se considerara una molestia, la élite digital reparó en la
incomodidad que les producía la democracia y sus derechos de ciudadanía
social y política. A inicios de los 90, Internet era un lugar
todavía de experimentación contra-cultural a partir de cual se valoraba
la posibilidad de una mayor apertura de la democracia con fórmulas mas
participativas y cercanas a la ciudadanía.
Las plataformas
acabaron con este sueño. Dieron lugar a la comunicación masiva y al
intercambio de “contenido generado por el usuario”. Cada una de nuestras
interacciones cotidianas fue convertida en objeto extractivista. Y así
se expandió el capitalismo de las plataformas, a partir de la extracción
de datos autoinformados masivos sobre sus usuarios, rutinas diarias,
percepciones y sentimientos acerca de eventos particulares.
En
esta economía política de la información, “no eres más que un usuario, y
donde todo lo que hablas con tu Echo, o cada movimiento que haces con
tu teléfono móvil, lo que haces con tu ordenador portátil, o lo que se
registra sobre ti o de ti durante tu vida cotidiana, es capturado por un
vector y computarizado para descubrir la mejor manera de utilizarlo a
la mayor gloria de Amazon, Google, Apple o alguna otra empresa por un nuevo tipo de clase dominante, esto es, la oligarquía tecnológica milmillonaria” (Mckenzie Wark, “El capitalismo ha muerto", (Holobionte Ediciones).
La condición de posibilidad de los ingentes beneficios de las plataformas fue la apropiación de internet y la destrucción del espacio público democrático. Durante décadas el régimen neoliberal ha empobrecido el contenido de las democracias.
Al mismo tiempo se han agrandado las
desigualdades sociales, se ha profundizado la crisis ecológica y
climática y proliferan guerras, crisis de refugiados y migraciones
masivas.
Conocemos la naturaleza de esta élite digital gracias
a muchos creadores e ingenieros que han estado a su servicio, pero han
derivado en sus más furibundos críticos. A ellos debemos las lecturas
más subversivas y anti-oligárquicas. Es el caso de Frances Haugen,
la ingeniera electrónica que trabajó en Facebook y que denunció las
tácticas y técnicas utilizadas por esta plataforma para crear
dependencia y adicción en los
usuarios.
Otro caso es el mencionado Douglas Rushkoff,
uno de los creadores de internet y profesor de la Universidad de Nueva
York. En cuanto experto digital es muy demandado por empresas
tecnológicas para asesoramiento. Y cuenta que lo invitaron a dar una
conferencia en un resort de superlujo escondido en el desierto
californiano que luego resultó ser una reunión privada con cinco
ejecutivos milmillonarios.
Los milmillonarios estaban
interesados en debatir sobre cómo tendrían más probabilidades de
sobrevivir y escapar al “evento”, esa desgracia que acabará con nuestra
civilización (por colapso medioambiental, agitación social, explosión
nuclear, tormenta solar, virus imparable, gran sabotaje informático o
rebelión de las máquinas).
En aquella reunión, según lo cuenta, Douglas Rushkoff entendió
que la élite que controla la industria tecnológica no solo es
inmensamente rica, sino que además carece de empatía moral alguna. Viven
con absoluta distancia los desastres ambientales y humanos creados por
ellos mismos. Son auténticos sociópatas: “cuanto más
inmersos estamos en su cosmovisión, más acabamos considerando que el
problema son los demás seres humanos y más concebimos la tecnología como
la forma de controlarlos y
contenerlos”.
De las cenizas de
esta democracia humeante y degradada y de la pérdida del sentido de
humanidad (o de identificación con los sufrimientos de los otros humanos
y de la naturaleza), emerge Donald Trump y el resto de variantes reaccionarias que a su alrededor se agrupan (Milei, Bolsonaro, Meloni, Le Pen, Abascal, Ayuso, Meloni, Orban…).
Las élites digitales se reconocen en esta internacional reaccionaria y
confían en sus políticas para su propia supervivencia –“somos los más
aptos”- a expensas de todos los demás (usted y yo).
En realidad, esta imagen la hemos visto muchas veces a lo largo de la historia. Cada vez que las élites intuyen que puede generarse un apocalipsis a partir de las desigualdades sociales o desastres económicos (o ecológicos) que han generado con sus propios negocios, respaldan alguna forma de autoritarismo político (nacional-socialismo, fascismo, golpismo militar, etc.) que garantice la restauración del orden más favorable para sus fines.
Cómo no acordarse de esa tremenda obra literaria de Éric Vuillard: “El Orden del día” (Tusquets, 2018). Vuillard recrea un hecho histórico: la reunión que tiene lugar en el Reichstag alemán un 20 de febrero de 1933.
Una reunión secreta, no estaba en el orden del día. Es un encuentro entre un grupo selecto de los grandes industriales de la Alemania de la época (Opel, Krupp, Siemens, IG farben, Bayer, Telefunken, Agfa y Varta) y el candidato electoral por el partido nacionalsocialista, Adolf Hitler.
El
candidato les demanda apoyo económico para “acabar con un régimen débil
[la República de Weimar], alejar la amenaza comunista, suprimir los
sindicatos y permitir a cada patrono ser un Führer en su empresa”.
Todos aquellos magnates de la industria conocían el orden del día (que nunca se escribió ni publicitó). Para hacerlo posible donaron ingentes cantidades de dinero al candidato Adolf Hitler, en un día en el que “el sol es un astro frío. Su corazón, agujas de hielo. Su luz, implacable”.
Vuelvo a mirar esa fotografía de la fila de milmillonarios digitales atentos a la arenga de Donald Trump. La mirada de los tecno-autistas. Pero… ¿Cuál es su orden del día en este 24 de enero de 2025, en el que también en Washington lucía un sol frío, como aquel día en el Reichstag, un 20 de febrero de 1933?
(*) Profesor titular de Sociología de la UMU
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