miércoles, 13 de noviembre de 2024

Lo que deja la riada / Javier Pery Paredes *


La naturaleza es tozuda, tanto o más que la historia. La riada en el levante peninsular nos lo recordó. Habrá tiempo para analizar con sosiego el antes, durante y después de ella. Conocer qué se hizo bien, qué se hizo mal y tambien qué se dejó de hacer. La vida de más de doscientos compatriotas y el futuro de otros cientos de miles lo reclaman. 

Por seguir lo aprendido de la doctrina naval hasta entonces, es bueno tener un 'informe de primeras impresiones' que permita tomar, sobre la marcha, las decisiones ineludibles, esas que nos alejan de pecar por omisión o de la nefasta costumbre de procrastinar cuando escasea la capacidad de decisión. 

En estas páginas de ABC se pueden encontrar esas primeras percepciones. Están en la tribuna de opinión que, bajo el título de 'Estábamos equivocados', publicó el almirante general García Sánchez, antiguo jefe de Estado Mayor de la Defensa. La experiencia del almirante en el oficio da solidez a lo que dice y base para enmendar los errores que enumera, pero se necesitará la voluntad de quienes tienen la obligación de corregirlos: quien legisla y organiza.

 Con la mirada en lo mismo bien vale la pena ahondar algo más en esa visión militar de lo sucedido, y de lo que todavía sucede, porque conviene reconocer los cimientos de la estructura militar después de la riada que, con toda seguridad, parecen estar tocados o, tal vez algo más, dañados.

Toda organización es susceptible de mejorar, pero los muchos cambios sin hechos que los justifiquen provocan a la larga una anarquía orgánica. Es mejor mantener lo que funciona que establecer una opción por ser simplemente nueva. Lo dijo el almirante francés De Belot: «Cualquier organización es válida siempre que se sea respetuosa con ella».

Tomo como punto de partida la conveniencia de aceptar que las emergencias son sucesos que sobrevienen 'per se', provocados por fenómenos naturales o por accidentes, nacidos de una involuntaria y errónea actuación humana. Por parafrasear la definición de naturaleza de Empédocles de Agrigento, son el viento, el fuego, el agua y la tierra los cuatro jinetes del Apocalipsis que originan prácticamente todas las emergencias. 

De igual manera que aceptar la idea de 'emergencia' como algo fortuito y explicable, también hay que asumir que cualquiera de ellas puede ser el detonante para generar una crisis, eso que los académicos definen como la ruptura súbita e inesperada del 'statu quo', para imponer un nuevo contexto favorable a intereses partidistas. 

Y es en el lindero entre la emergencia y la crisis donde se mueven diferentes voluntades con intereses contrarios que rompen el esfuerzo coordinado para afrontar las consecuencias del desastre natural, para generar una pugna interesada donde cambia la finalidad superior: el bien común da paso al plan de batir al adversario.

Las consecuencias de la riada provocada por la gota fría, técnicamente 'depresión aislada en niveles altos' (DANA), generó una emergencia afrontable con los recursos de que disponen las Fuerzas Armadas, inicialmente por la Unidad Militar de Emergencia (UME), pero escaló a niveles de intensidad que afectaron geográficamente al menos a tres comunidades autónomas, funcionalmente a las comunicaciones terrestres y aéreas de la mitad del territorio peninsular y militarmente al despliegue de las unidades de aquí y allá, algo que requería unas capacidades técnicas de mando y control que superan las posibilidades de esa brigada de ingenieros especializada, y necesitaba además de la experiencia acumulada de la que el jefe de Estado Mayor de la Defensa y su organización (Estado Mayor Conjunto y Mando de Operaciones) disponían. 

El salto cualitativo y cuantitativo en la conducción de las operaciones bien se justifica, por un lado, porque aunque la UME la formen miembros de las distintas Fuerzas Armadas, se trata de una organización específica, dotada de medios definidos para acometerlas, con una capacidad de mando y control orientada a realizar tareas de tan concreta naturaleza y extrañamente ubicada bajo la dependencia directa del titular de Defensa, y por otro, porque la envergadura de las operaciones, la extensión del terreno a cubrir, el número de unidades, la naturaleza terrestre, aérea y marítima de las mismas y la logística necesaria para apoyarlas son parte del quehacer y experiencia del Mando de Operaciones del Jemad, una capacidad que costó más de dos décadas generar: la acción conjunta, una manera genuina de aunar cosas diferentes para alcanzar un mismo fin. Las catástrofes en Centroamérica con el huracán Mitch, el maremoto en Indonesia o los apoyos tras el terremoto de Haití lo acreditan.

Por demás, ya en su creación se debatió la anomalía orgánica que suponía su situación administrativa, a la que se sumó la operativa. Con los sucesivos cambios orgánicos que se produjeron en estos años se ha llegado a la incoherencia, hoy, de poner al jefe de Estado Mayor de la Defensa como un mero proveedor de medios para el jefe de la UME, lo que supone invertir la pirámide jerárquica consustancial con la milicia: ¿un oficial general de cuatro estrellas a las órdenes de uno de tres?

Por otro lado, la norma moral de que un jefe se impone y un subordinado espera consiste en que su comandante le dé una orden que sea capaz de cumplir. Lo contrario lo aboca al fracaso o, lo que es peor, lo pone en riesgo de perder su vida. Eso que, en puro argot militar, se dice: «Con este me voy a la guerra». 

Esa pauta de comportamiento forma parte del mínimo de lealtad mutua presente en la institución militar y que, llevada a las relaciones entre quien toma las decisiones políticas y las convierte en órdenes militares, es también el mínimo que se espera encontrar cuando se está a las órdenes directas de una autoridad política. Lo viví y lo experimenté largos años. 

Con esta premisa, y con la presunción de que quien manda conoce las capacidades de mando y control de la UME y del Mando de Operaciones del Estado Mayor de la Defensa, resulta militarmente difícil entender la decisión de optar por uno y apartar al otro, salvo si que se quisiera negar la evidencia real de que se trata de una emergencia que afecta a toda la nación, como prueba, por ejemplo, la presencia de unidades militares, así como profesionales y voluntarios de todas partes de España, o por el contrario, se asume que es algo más que una emergencia, una crisis inducida, donde se desea deslealmente establecer una situación que supere a quienes están sobre el terreno y donde la presencia de una bienintencionada pero descoordinada acción popular redujo la eficacia de la presencia militar.

Si todo esto afecta a elementos esenciales que conforman la institución militar de puertas adentro (jerarquía, unidad, lealtad), también resulta significativo, de puertas afuera, cómo se difumina el principio de neutralidad política exigido a todo militar cuando el general jefe de la UME hace declaraciones y valoraciones desde la sala de prensa del poder político en lugar de exponer datos y hechos desde su cuartel general o sobre el terreno. 

Es difícil hallar la imagen de un general estadounidense dirigirse a los medios de comunicación desde el atril del presidente de EE.UU. en la Casa Blanca. Habrá tiempo para analizar técnicamente lo sucedido, pero hasta entonces la riada me deja el ejemplo de dos militares: el honrado y leal silencio del jefe de Estado Mayor de Defensa y la humana y valiente presencia de S.M. el Rey (q.D.g.) en el teatro de operaciones.

 

(*) Almirante de la Armada (R)

 

https://www.abc.es/opinion/javier-pery-paredes-deja-riada-20241113192815-nt.html

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