Desde que estalló la epidemia del COVID-19 el concepto crítico ha
sido “contención”, como parar o, al menos, ralentizar la extensión del
virus. En resumen, “ganar tiempo” para encontrar la naturaleza y la
pauta de actuación del bicho, y, a renglón seguido, lograr la vacuna que
permita superar la crisis. El problema radica en el “tiempo”, cuánto se
tarda en establecer un método de contención eficaz.
En este tipo de crisis se superponen tres problemas, el primero es el
propio virus, el segundo radica en las medidas iniciales para
contenerlo y finalmente cuenta el efecto del miedo que altera las
expectativas con impacto en la economía. Por lo que vamos viendo hay
otra lección adicional: las consecuencias sociales, los cambios de
comportamiento que tienen mucho que ver con la higiene.
A medida que pasan las semanas ganan puntos la tesis de que esta
crisis vírica va a ser de mayor cuantía, con efectos que dejarán huella,
que cambiarán comportamientos y formas de organización. Por ejemplo los
grandes congresos, ferias y semejantes con concentración de muchas
personas de muy diversas procedencias van a sufrir cambios de formato y
de exigencias. En esto también se notará la digitalización, es decir la
puesta en común de novedades, de ideas, de debates a través de las
redes, virtual y no solo presencial.
Otro tanto va a ocurrir con el teletrabajo que no pocas compañías
están ensayando ahora por necesidad, como medida preventiva. Quienes lo
están haciendo dicen que merece la pena utilizar el procedimiento una
vez que desaparezca la epidemia.
En estos días la mayor inquietud radica no tanto en las letales
consecuencias del virus (son bajas), cuanto en el trastorno de la vida
cotidiana por las medidas de contención que van de radicales (caso de
China), a las aparentemente radicales (caso italiano) y a las más
mesuradas (hasta ahora) que es el caso español.
Otro factor crítico es la credibilidad de la información, la
transparencia de las autoridades que se ocupan de gestionar la crisis.
Todos los gobiernos, especialmente los democráticos, reiteran que
prefieren la transparencia inmediata, con todas sus consecuencias, que
la reserva cautelosa, la ocultación o el retraso de la información. El
problema es que se puede tener voluntad de informar, pero la información
es poco consistente por falta de datos, es mayor la ignorancia que el
conocimiento.
Las estadísticas de contagiados están sometidas a la capacidad de
diagnóstico, lo cual implica retraso en los datos. Más fiables son los
datos de mortalidad aunque en este caso están sometidos a una duda: ¿son
fallecidos por coronavirus o con coronavirus?, ¿qué incidencia tiene el
virus en el óbito?
Más incalculable es el coste de la contención en términos económicos,
el impacto de unas medidas cambiantes que alteran la vida social y los
flujos económicos. La ruptura de las cadenas de suministros se notará
pasadas unas semanas, una vez que se agotan las reservas y las
soluciones alternativas de emergencia.
De momento cada país, cada región, cada ciudad, adopta las medidas
que estima convenientes sin someterse a un patrón universal y común que
las organizaciones internacionales no han sido capaces de ofrecer, entre
otras razones porque no saben cuál es el mejor camino para esa
contención. Así que se cumple la doctrina Sinatra. “A mi manera”.
(*) Periodista y politólogo
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