Los más sorprendente (y a la vez indignante) de la sucesión de hechos desplegados durante estos dos años largos de crisis económica es el giro dado a la atribución de responsabilidades de las causas de la crisis. En un primer momento, y como auténtica novedad histórica, el relato neoliberal se resquebrajó al evidenciarse que en el origen de la crisis estaba la irresponsabilidad de los que hasta entonces se habían erigido como responsables guardianes del orden global (bancos, instituciones financieras, etc.).
De repente, e insisto en la novedad, volvió a hablarse de política, de supeditar la economía a la política, se problematizó el capitalismo neoliberal, se habló de un retorno de Keynes e incluso de Marx, etc. Todo fue un espejismo. Muy pronto los gobiernos salieron a la ayuda del capital financiero y se inyectaron billones de dólares en salvar bancos. El capital financiero retornó a posiciones de poder e impuso su relato neoliberal de atribución de responsabilidades (por cierto, un relato que llevan repitiendo y aplicando desde hace tres décadas): “la rigidez del mercado de trabajo”, “el excesivo gasto público”, “los costosos sistemas de protección social”.
David Harvey en un reciente libro traducido al castellano bajo el título de “Breve Historia del Neoliberalismo” (Akal) se pregunta sobre si el neoliberalismo ha generado tantos éxitos económicos y sociales como para que su doctrina siga manteniéndose imbatible. Y la respuesta es un no contundente. Las desigualdades globales se han disparado, los episodios de crisis han sido recurrentes generando turbulencias unas veces en el sudeste asiático, otras en México o Japón, y hoy en el centro del Imperio y en Europa. Su imbatibilidad, demuestra Harvey, se debe no tanto a su “eficacia” como a que se trata de un proceso de restauración y acumulación de un poder de clase en manos de una élite económica.
Un poder de clase que tiende a apropiarse y concentrar cada más porcentaje de la renta nacional en unas pocas manos. Un poder de clase que acumula capital según una lógica por “desposesión”: privatización y mercantilización de las propiedades colectivas de la sociedad (próxima estación: la ampliación de la edad de jubilación y las pensiones); la usura, el endeudamiento de la nación y, lo que es más devastador, el uso del sistema de crédito (la denominada “financiarización de la economía”); “la trampa de la deuda externa” (se calcula que desde 1980 cerca de cincuenta planes Marshall -4,6 billones de dólares- han sido transferidos desde los pueblos de la periferia a sus acreedores en el centro); y la conversión de la fuerza de trabajo en mercancía pura cada vez mas desprovista de protecciones y seguridades (la denominada “precariedad”).
La acumulación por desposesión teorizada por Harvey muestra que la progresiva concentración de la renta en “los de arriba” se hace a costa de “los de abajo”. El neoliberalismo no es un juego de suma cero, sino que es un proyecto de restauración de un poder de clase con capacidad de imponer su visión del mundo hasta en las coyunturas mas adversas (como lo demuestra lo rápidamente que se desprendió de la atribución de responsabilidades de la actual crisis y consiguió restaurar una vez más su relato de las culpas: el gasto público, las pensiones, los derechos laborales y sociales).
La acumulación por desposesión teorizada por Harvey muestra que la progresiva concentración de la renta en “los de arriba” se hace a costa de “los de abajo”. El neoliberalismo no es un juego de suma cero, sino que es un proyecto de restauración de un poder de clase con capacidad de imponer su visión del mundo hasta en las coyunturas mas adversas (como lo demuestra lo rápidamente que se desprendió de la atribución de responsabilidades de la actual crisis y consiguió restaurar una vez más su relato de las culpas: el gasto público, las pensiones, los derechos laborales y sociales).
Otro libro imprescindible (¿saben nuestros gobernantes leer?) es el de Robert Castel “La metamorfosis de la cuestión social” (Paidós), una crónica del asalariado escrita en los 90, en la que demuestra que la condición salarial en estos tiempos se caracteriza por “la desestabilización de los estables”, “la instalación en la precariedad como único destino social”, y “la manifestación de un déficit de lugares ocupables en la estructura social”.
Esta triple realidad es la que se reforzará con la aplicación de la actual Reforma Laboral aprobada por el gobierno socialista: golpea a los estables (abaratamiento de los costes de despido, que se une a la precarización del estatuto salarial de los trabajadores de la función pública aplicado desde junio); perpetua la temporalidad y degrada aun mas si cabe los convenios colectivos imponiendo la lógica del contrato entre individuos; y no ofrece ningún impulso de restauración de lugares ocupables y dignos para los millones de desempleados.
A menudo se ha comparado la actual crisis con la “crisis del 29”. Un gran antropólogo e historiador de la economía, Karl Polanyi, demostró que la vía del autoritarismo y del fascismo fue una de las respuestas a la laceración del cuerpo social que había supuesto el despliegue del liberalismo económico. De esta forma Polanyi constató un terrible descubrimiento: dentro del liberalismo económico se acuna el germen del autoritarismo e incluso del fascismo como posibilidad.
Afortunadamente la salida a aquella crisis que terminó imponiéndose fue por la izquierda: Estado Social, derechos de protección social a los asalariados, estabilidad y derechos de ciudadanía social, etc. Esta salida por la izquierda fue posible por el impulso de la movilización social (amplias luchas obreras, revolución bolchevique de 1917, etc.).
¿Qué dirección tomará la salida a la actual crisis? ¿Existen las condiciones de lucha de clases de los años 20 y 30 que posibilitaron entonces una salida por la izquierda? ¿Será más bien una intensificación del autoritarismo y de la xenofobia la salida más plausible? ¿No está acaso en las prácticas de desposesión del restaurado poder de clase neoliberal la evidencia de una “dictadura sobre el proletariado”?. De las respuestas a estas preguntas depende el futuro del inquietante mundo que nos ha tocado vivir.
(*) Andrés Pedreño, profesor de sociología de la Universidad de Murcia
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