Uno de los peligros más graves y amenazantes, que tiene ahora mismo la
fe en Jesús y su Evangelio, es el integrismo clerical. Porque se empeña
en convencernos de que hay determinadas cuestiones que son “problemas de
fe”, que tienen enorme importancia, cuando en realidad no son “dogmas de fe”.
Ni tienen por qué “dañar nuestra fe”.
Y es que el clericalismo
integrista se aferra a costumbres y prácticas de la Antigüedad, que los
hombres del clero nos las presentan como verdades de fe, cuando en
realidad no lo son. Y lo que es peor, no solamente se trata de cosas que
no pertenecen a la fe, sino que además hacen daño a los que quieren
creer en Dios y ser buenos cristianos.
Concretando este asunto: en vez de hablar de “problemas”,
en plural, tendríamos que hablar del “problema” que tiene que afrontar y
resolver la Iglesia lo antes posible. Me refiero al enorme problema que
representa el desinterés por el “hecho religioso”,
que va en aumento sobre todo en los países más industrializados.
Cada
día las iglesias están más vacías. Lo que se hace y lo que se dice en
las iglesias, interesa cada día menos a la mayoría de la gente. Cada día
también disminuye el número de sacerdotes. Además, según las leyes
eclesiásticas, únicamente pueden ser ordenados sacerdotes los hombres
(no las mujeres) y además tienen que ser hombres solteros.
Así
las cosas, ¿estamos realmente seguros de que Jesús el Señor, cuando
inició el origen de la Iglesia, quiso y estableció que en esta Iglesia
no se pudiera celebrar la eucaristía nada más que cuando podía presidir la celebración un hombre y nunca una mujer? Además, ¿estamos también seguros de que el celebrante tenía que ser soltero?
De nada de esto tenemos constancia. De los apóstoles de Jesús, sabemos que estaban casados y además que afirmaban el derecho a viajar con sus esposas
(1 Cor 9, 4-5; cf. 1 Cor 7, 3. 4. 5. 10-11. 12-14. 16) (cf. R. Aguirre,
Del movimiento de Jesús a la Iglesia cristiana, Verbo Divino, 2009,
227-231).
También es bien sabido que, en las cartas pastorales, no sólo
se permite, sino que se exige que quien pretenda ser dirigente de la
Iglesia, por eso mismo debe estar casado y ha de educar bien a sus hijos
porque “quien no sabe gobernar su propia casa, ¿cómo va a llevar bien
el cuidado de la casa de Dios?” (1 Tim 3, 2-5. 12; Tit 1, 6).
En
cuanto a las mujeres, el mismo profesor Rafael Aguirre ha demostrado
que “en el movimiento cristiano misionero encontramos muchas mujeres y
muy activas. Aparecen, a veces, colaborando en pie de igualdad con Pablo,
enseñando como misioneras itinerantes, se las designa apóstol, diácono,
protectora o dirigente”. Algo que, por lo demás, era normal en la
sociedad y en la cultura de la Roma antigua.
El profesor Robert C. Knapp
resume sus investigaciones diciendo: “He aportado numerosas pruebas del
papel activo de las mujeres corrientes en sus propias vidas, en las
vidas de sus familiares y en la vida fuera del ámbito familiar,
incluyendo contratos comerciales, propiedad y gestión de tierras y
actividades sociales y religiosas públicas” (Los olvidados de Roma,
Madrid, Ariel, 2015, 113).
Por otra parte, en la religión de Israel, jamás se
rechazó el matrimonio de los sacerdotes. Y en lo que se refiere al
sacerdocio de las mujeres, en la religión más antigua que se conoce, la
religión de Mesopotamia (s. IV a. C), los
ministros del culto eran lo mismo los hombres que las mujeres (Jean
Bottéro, La religión más antigua: Mesopotamia, Madrid, Trotta, 147-152).
El puritanismo, con todas sus implicaciones, se introdujo en la Iglesia a partir del s. IV. ¿En qué se justificó este puritanismo?
No ciertamente en el Evangelio, que nunca trató el tema de la
sexualidad. Se sabe que el puritanismo, que marcó el pensamiento
medieval, tuvo sus orígenes en los siglos IV y V (a. C.) en Pitágoras y
Empédocles, que tomaron estas ideas de los chamanes del Norte de Europa
(cf. E. R. Dodds, Los griegos y lo irracional, Madrid, Alianza, 2001,
133-169).
En los siglos I al VII, estas ideas fueron asimiladas
lentamente por los cristianos (R. Gryson, Les origines du célibat
ecclédiastique du premieres au septième siècle, Gemblous, Ed. Duclout,
1970). O sea, el celibato no tiene su origen en la Biblia y menos aún en
el Evangelio. Como tampoco en el Evangelio se puede fundamentar la
marginación de la mujer, ya sea en la sociedad o en la Iglesia.
Entonces,
¿puede la autoridad eclesiástica suprimir la ley del celibato
eclesiástico y permitir que las mujeres presidan la eucaristía? Para
responder debidamente a esta pregunta, es enteramente necesario
responder antes a otra cuestión, que es previa: ¿tiene que ser más
determinante, en el gobierno de la Iglesia, el pensamiento de los
griegos que la enseñanza del Evangelio? ¿Por qué no tenemos la libertad y la audacia de dar a este asunto la debida respuesta?
Es posible que haya cristianos y, más en concreto,
clérigos incluso que tienen el convencimiento de que la doctrina sobre
los sacramentos quedó cerrada y definitivamente afirmada en el concilio
de Trento (Ses. VII. Denz.-Hün. nn. 1600-1613). Sin embargo, hay que
saber que eso no es así. Porque, al tratar el tema de los sacramentos, los obispos y teólogos del concilio de Trento
discutieron si lo que debatían eran “errores” o “herejías”.
Y las
opiniones de los “padres conciliares” se dividieron de tal forma, que no
pudieron llegar a un acuerdo, como consta ampliamente en el vol. V de
las Actas del Concilio. Por lo tanto, no es doctrina de fe que los
sacramentos de la Iglesia sean los que son y tengan que celebrarse como
se celebran.
Esto supuesto, si los sacramentos
son para bien de los fieles cristianos, es un deber de la autoridad de
la Iglesia legislar y celebrar los sacramentos de manera que todos los
creyentes en Cristo – estén donde estén y vivan donde vivan – puedan
celebrarlos y participar en ellos, sobre todo en la eucaristía, aunque
para eso sea necesario que la celebración sea presidida por un sacerdote
casado o por una mujer ordenada para ejercer el ministerio sacerdotal.
Esto es tan importante y tan urgente que quienes ejercen la autoridad en
la Iglesia tienen la responsabilidad de hacer posible, que no haya ni
una parroquia, ni una comunidad cristiana, que no pueda celebrar la
eucaristía, por lo menos, una vez cada semana.
(*) Teólogo
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