jueves, 2 de abril de 2020

El clericalismo integrista amenaza la fe / José María Castillo *

Uno de los peligros más graves y amenazantes, que tiene ahora mismo la fe en Jesús y su Evangelio, es el integrismo clerical. Porque se empeña en convencernos de que hay determinadas cuestiones que son “problemas de fe”, que tienen enorme importancia, cuando en realidad no son “dogmas de fe”. Ni tienen por qué “dañar nuestra fe”. 

Y es que el clericalismo integrista se aferra a costumbres y prácticas de la Antigüedad, que los hombres del clero nos las presentan como verdades de fe, cuando en realidad no lo son. Y lo que es peor, no solamente se trata de cosas que no pertenecen a la fe, sino que además hacen daño a los que quieren creer en Dios y ser buenos cristianos. 

Concretando este asunto: en vez de hablar de “problemas”, en plural, tendríamos que hablar del “problema” que tiene que afrontar y resolver la Iglesia lo antes posible. Me refiero al enorme problema que representa el desinterés por el “hecho religioso”, que va en aumento sobre todo en los países más industrializados. 

Cada día las iglesias están más vacías. Lo que se hace y lo que se dice en las iglesias, interesa cada día menos a la mayoría de la gente. Cada día también disminuye el número de sacerdotes. Además, según las leyes eclesiásticas, únicamente pueden ser ordenados sacerdotes los hombres (no las mujeres) y además tienen que ser hombres solteros. 

Así las cosas, ¿estamos realmente seguros de que Jesús el Señor, cuando inició el origen de la Iglesia, quiso y estableció que en esta Iglesia no se pudiera celebrar la eucaristía nada más que cuando podía presidir la celebración un hombre y nunca una mujer? Además, ¿estamos también seguros de que el celebrante tenía que ser soltero?

De nada de esto tenemos constancia. De los apóstoles de Jesús, sabemos que estaban casados y además que afirmaban el derecho a viajar con sus esposas (1 Cor 9, 4-5; cf. 1 Cor 7, 3. 4. 5. 10-11. 12-14. 16) (cf. R. Aguirre, Del movimiento de Jesús a la Iglesia cristiana, Verbo Divino, 2009, 227-231). 

También es bien sabido que, en las cartas pastorales, no sólo se permite, sino que se exige que quien pretenda ser dirigente de la Iglesia, por eso mismo debe estar casado y ha de educar bien a sus hijos porque “quien no sabe gobernar su propia casa, ¿cómo va a llevar bien el cuidado de la casa de Dios?” (1 Tim 3, 2-5. 12; Tit 1, 6).

En cuanto a las mujeres, el mismo profesor Rafael Aguirre ha demostrado que “en el movimiento cristiano misionero encontramos muchas mujeres y muy activas. Aparecen, a veces, colaborando en pie de igualdad con Pablo, enseñando como misioneras itinerantes, se las designa apóstol, diácono, protectora o dirigente”. Algo que, por lo demás, era normal en la sociedad y en la cultura de la Roma antigua. 

El profesor Robert C. Knapp resume sus investigaciones diciendo: “He aportado numerosas pruebas del papel activo de las mujeres corrientes en sus propias vidas, en las vidas de sus familiares y en la vida fuera del ámbito familiar, incluyendo contratos comerciales, propiedad y gestión de tierras y actividades sociales y religiosas públicas” (Los olvidados de Roma, Madrid, Ariel, 2015, 113).

Por otra parte, en la religión de Israel, jamás se rechazó el matrimonio de los sacerdotes. Y en lo que se refiere al sacerdocio de las mujeres, en la religión más antigua que se conoce, la religión de Mesopotamia (s. IV a. C), los ministros del culto eran lo mismo los hombres que las mujeres (Jean Bottéro, La religión más antigua: Mesopotamia, Madrid, Trotta, 147-152).

El puritanismo, con todas sus implicaciones, se introdujo en la Iglesia a partir del s. IV. ¿En qué se justificó este puritanismo? No ciertamente en el Evangelio, que nunca trató el tema de la sexualidad. Se sabe que el puritanismo, que marcó el pensamiento medieval, tuvo sus orígenes en los siglos IV y V (a. C.) en Pitágoras y Empédocles, que tomaron estas ideas de los chamanes del Norte de Europa (cf. E. R. Dodds, Los griegos y lo irracional, Madrid, Alianza, 2001, 133-169). 

En los siglos I al VII, estas ideas fueron asimiladas lentamente por los cristianos (R. Gryson, Les origines du célibat ecclédiastique du premieres au septième siècle, Gemblous, Ed. Duclout, 1970). O sea, el celibato no tiene su origen en la Biblia y menos aún en el Evangelio. Como tampoco en el Evangelio se puede fundamentar la marginación de la mujer, ya sea en la sociedad o en la Iglesia.

Entonces, ¿puede la autoridad eclesiástica suprimir la ley del celibato eclesiástico y permitir que las mujeres presidan la eucaristía? Para responder debidamente a esta pregunta, es enteramente necesario responder antes a otra cuestión, que es previa: ¿tiene que ser más determinante, en el gobierno de la Iglesia, el pensamiento de los griegos que la enseñanza del Evangelio? ¿Por qué no tenemos la libertad y la audacia de dar a este asunto la debida respuesta?

Es posible que haya cristianos y, más en concreto, clérigos incluso que tienen el convencimiento de que la doctrina sobre los sacramentos quedó cerrada y definitivamente afirmada en el concilio de Trento (Ses. VII. Denz.-Hün. nn. 1600-1613). Sin embargo, hay que saber que eso no es así. Porque, al tratar el tema de los sacramentos, los obispos y teólogos del concilio de Trento discutieron si lo que debatían eran “errores” o “herejías”. 

Y las opiniones de los “padres conciliares” se dividieron de tal forma, que no pudieron llegar a un acuerdo, como consta ampliamente en el vol. V de las Actas del Concilio. Por lo tanto, no es doctrina de fe que los sacramentos de la Iglesia sean los que son y tengan que celebrarse como se celebran.

Esto supuesto, si los sacramentos son para bien de los fieles cristianos, es un deber de la autoridad de la Iglesia legislar y celebrar los sacramentos de manera que todos los creyentes en Cristo – estén donde estén y vivan donde vivan – puedan celebrarlos y participar en ellos, sobre todo en la eucaristía, aunque para eso sea necesario que la celebración sea presidida por un sacerdote casado o por una mujer ordenada para ejercer el ministerio sacerdotal. 

Esto es tan importante y tan urgente que quienes ejercen la autoridad en la Iglesia tienen la responsabilidad de hacer posible, que no haya ni una parroquia, ni una comunidad cristiana, que no pueda celebrar la eucaristía, por lo menos, una vez cada semana.  


(*) Teólogo


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